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Moira mirando La Paz

Compartimos el prólogo del libro Cuadernos de La Paz (3600) de Moira Bailey, presentado la semana pasada en la sede de gobierno.

 La crónica “La ciudad y yo”, que abre la tercera parte de este libro, bien puede entenderse como el summum, la razón de ser del mismo. Estos Cuadernos de La Paz son –y lo decimos ya de entrada– un viejo ajuste de cuentas que Moira Bailey tenía con la ciudad que ama, que la vio crecer a salto de mata, y que durante décadas de idas y venidas no hace sino acrecentar una pasión multidimensional que se origina en una rica tradición familiar, atraviesa los años de la primera adultez, acaso los fundamentales, en los que la caminó, conoció, vivió, y tiene su cenit en los breves pero infaltables retornos –a modo de renovar energías– de los últimos años.


“Para quienes miramos y miramos la ciudad preguntándole a cada paso quiénes somos nosotros en ella, quién ella en nosotros, cualquier recorrido es válido; también es válida cualquier perspectiva para contemplarla, y las historias encuentran todas cabida”, escribe Moira en este citado breve texto. Las perspectivas, los enfoques, entonces, son los que varían en el marco de un todo claro y concreto: La Paz, personaje y pretexto; motivo y fin.


Ya que empezamos por el final, la tercera sección, que llamamos “La Paz se extiende en sus rescoldos, una frase tomada de uno de los textos, se completa con “Palabra sobre palabras”, una evocación tanto del padre: el maestro del periodismo boliviano, Alberto Bailey, como de las vivencias en Presencia, diario paceño fundamental de la segunda mitad del siglo pasado, e hito clave en las primeras armas de la autora en esta trayectoria signada por la palabra escrita; y cierra con “Absorbe el problema… absorbe el problema”, una confidencia personal matizada con las más añejas creencias andinas, y que tiene en un cuento de Aldo Medinaceli y en la portentosa feria 16 de Julio de El Alto a dos leitmotiv que calzan a la perfección.


Estos cuadernos paceños tienen una excepción que confirma la regla: de entrada, incluyen dos textos –agrupados en la sección “Cómplice silencioso”– no del todo al margen de la hoyada, pero que se centran no en esta, sino en dos personajes muy queridos para la autora: Félix Laruta y Jesús Urzagasti. Dos perfiles pensados desde una mirada personal, poética y vivencial.


La segunda sección, que constituye el grueso del libro, nos muestra a la entrañable Chuquiago desde la literatura, y repasa tanto algunos de los hitos ya clásicos: Felipe Delgado, Periférica Blvd., y Cuando Sara Chura despierte, como otros textos ya camino a la consolidación de autores como Juan Conitzer, Alan Castro y Eduardo Nogales. Lejos de ser solo ensayos o reseñas críticas, estos textos tienen el sello propio de la autora: están atravesados por la vida y el signo de los escritores referidos, por las anécdotas y vivencias –reales y de las ficciones– en las calles de La Paz, cuando no por la relación de Bailey con los creadores. Urzagasti y la canónica Tirinea se cuelan sin desorejar, tanto por el lado paceño de esta novela fundamental, como por la ineludible veta paceña que se filtra en no pocas facetas de la obra de este inigualable chaqueño.


“El tiempo es, en definitiva, lo único que nos pertenece”, escribe Moira. “La memoria es esencial para el relato…”, agrega, cuando reflexiona en torno a la obra maestra de Jaime Saenz. Y no puedo dejar de pensar en que el tiempo y la memoria son, no ya solo esenciales en estos Cuadernos de La Paz; y es que estos cuadernos son memoria y tiempo.


En diciembre de 2017, en la cálida noche de Coyoacán, tras conversarnos unos tacos y no pocos tequilas, Moira me habló por primera vez de la idea que ya daba vueltas en su cabeza: trabajar un libro sobre La Paz. A lo largo de ocho años y media docena de encuentros en sus ineludibles visitas, el proyecto fue tomando cuerpo a modo lento pero seguro. La memoria es clave: se recopilan textos dispersos publicados en revistas y suplementos literarios, y el tiempo hizo lo suyo: se trabajó en otros, los más, de manera específica, que fueron madurando en el transcurrir de los años y las lecturas.


En “Un hombrecito me mira desde la Pared”, Bailey escribe: “Un atardecer de invierno, en un intento por hacer que Karina, mi hermana que acababa de llegar a La Paz, se dejara atrapar por las imágenes de la ciudad, emprendimos un paseo para contemplar la vista desde Cristo Rey y después de caminar un rato…”. Qué pasó con Karina y Moira y qué tiene esta última que decir sobre el inigualable universo de Juan Conitzer, es solo una de las sabrosas propuestas de estas páginas que siguen.


Gracias, querida Moira, por invitarme a abordar, de tu mano, en este estupendo viaje a través del tiempo y la memoria; una travesía que parte, atraviesa y hace puerto en esta La Paz que tanto se hace amar.

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