Mujer en fuga, mujer en vuelo
- carlos aganzo
- hace 2 horas
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Prólogo del poeta español Carlos Aganzo al poemario Invasión de los muros de la poeta cruceña Verónica Delgadillo, libro premiado con el accésit del Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador 2025 de España

Toda mujer tiene un cuerpo, una voz y una cámara oculta. Eso dice Verónica Delgadillo entre las cuatro paredes de este libro. Un cuerpo en el que indagar sobre la raíz profunda de la memoria y de la sangre. Una voz con la que cantar frente a la soledad y al muro del silencio. Una cámara oculta donde descubrirse a uno mismo traicionando permanentemente a la realidad con el deseo. Y viceversa.
En éste su último libro, la autora de Ausencia del árbol, o 37 armónicos para una fuga, adelgaza el verso, casi hasta romperlo, para hablar de la necesidad de encontrar la propia identidad en el magma de un universo compartido con los otros. Un universo que en ocasiones da la impresión de que pertenece únicamente a los otros. Un universo que se empecina una y otra vez en dejarnos fuera, como si sirviera a un fatum o a un propósito preciso frente al que se hace necesario rebelarse. Y un universo, al fin, en cuyo centro se sitúa el espacio sagrado —refugio y prisión al mismo tiempo— que es la casa. La casa que nos recuerda a ese palacio de cristal de las moradas de Teresa de Jesús: el cuerpo en el que habita el alma que somos cada uno de nosotros. La casa sosegada donde andar “a oscuras y segura”, como diría Juan de la Cruz, para escuchar las voces al final del pasillo, para encontrar ese pensamiento o esa palabra que “hunde la ruta” de nuestra propia voz y la suplanta por la voz de los objetos: las paredes, la cama, la mesa, las sillas vacías… y las ventanas. Un ser vivo, la casa, donde el corazón de la mujer palpita misteriosamente al ritmo del latido del reloj.
También la casa como el solar sobre la que volver a fundar en el presente algo (solo lo mejor) de lo que fue la patria de nuestra infancia en el pasado. La infancia, en este caso, de una niña que cortaba retamas y escuchaba golpes tras la puerta. La herencia, la marca (“la mancha familiar”, dice la poeta) que va desde el sombrero del abuelo, símbolo de su identidad, pero también de su propia soledad, hasta la herencia de la madre, la abuela o la bisabuela, “los mejores vientres / que el diablo / pudo encontrar”: el legado de aquellos a los que nunca se les permitió soñar lo suficiente.
¿Quién soy?, se pregunta la poeta explícitamente. Y el poemario entero es una respuesta fragmentaria tal vez a esta sola pregunta, formulada desde el interior de la casa. ¿La que lava la ropa y pone la mesa en el interior o la que permanentemente busca la ventana para proyectarse hacia el exterior? ¿O las dos al mismo tiempo? En un caso, como en el otro, la expresión de una soledad de mujer de lengua amarrada con ganas de cantar, de decir, de proclamar la necesidad de refundarse. La casa, pues, como el espacio reservado donde la cámara oculta de la conciencia mira al propio cuerpo y casi se desdobla de él con desprendimiento místico. Porque en este libro, tan importante como la soledad es el sentimiento de otredad. “La otra: / la que sabe quién soy, / la que me desprecia”, dice la poeta. Un desdoblamiento que confunde el mundo de la vigilia y el de los sueños, en ese extraño y paradójico lugar donde reside eso que llamamos libertad. El lugar en el que resplandecer sin que nadie lo impida. Con los sueños propios y también con los prestados. Con esos sueños de cine que dice David Lynch que a él no le convencen, aunque tal vez sí a los demás. El cine, aquí, como esa otra casa, esa otra vida, esa otra otredad que nos devuelve la imagen de lo que querríamos haber sido nosotros mismos, soñada por los otros.
Hay mucha emoción y sin duda algo de conmoción en los versos de Invasión de los muros. Mucha verdad de mujer en fuga o mujer que sueña con su deseo eterno de llegar a casa y atar el caballo a la sombra fresca de un árbol que no existe, porque nunca se plantó. Grito contenido o contención furiosa sobre las potencias del alma en vuelo. En libertad al otro lado de la ventana, desde dentro pero más allá de la casa, con sus paredes incapaces de contener tanta poesía.







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