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Una de sal y otra de azúcar

En la serie “Autores leyendo autores”, va una reseña del libro El humo y la sal, de Lourdes Reynaga.


Estaba en la estación de trenes de Glasgow. Eran las 9 o 10 de la noche (no importa realmente, pues en esta zona la oscuridad llega desde las 4 de la tarde). Con el frío y la lluvia pasé mis últimas horas visitando museos y bibliotecas. Cuando cerraron, terminé en una taberna, donde repentinamente me invadió el deseo de seguir subiendo.


Mi plan era llegar hasta el norte del Reino Unido y no tengo idea del porqué. Realmente no sé, hay algo en estas tierras que siempre ha captado mi atención. No es una sola cosa, sino muchas a la vez. Pienso en las cervezas agrias, en el pescado frito, en lo verde del pasto, en lo gris del cielo, en la tonalidad (y lo indescifrable) del acento de la gente, en las paredes de ladrillo, en la idea del proletariado, en los marineros ebrios... No sé, toda la cultura de esta zona resulta como un imán misterioso para mi alma.


Con ese impulso, busqué una ruta que me llevara lo más arriba posible. Tal vez podría pasar la noche en algún puerto y, desde ahí, tomar un ferry hasta Kirkwall o incluso hasta las islas Feroe. Ya estaba emocionado viendo el mapa y los horarios, hasta que encontré el último tren regional que pasaba por esa estación. Me esperaban cuatro horas de trayecto, que decidí aprovechar para cumplir uno de mis pendientes de esa semana: leer el libro de cuentos El humo y la sal de la escritora orureña Lourdes Reynaga.


Ni bien partió el tren, arranqué con el primer relato. Fue muy agradable, debo decir. Me encantan esas lecturas que acompañan. De hecho, pasados unos minutos, sentí la presencia de la autora a mi lado, comencé a imaginarle un tono de voz. Detuve la lectura y traté de recordarla. Creo que en la vida real solo tuvimos un tímido saludo y nada más. Nos conocemos únicamente por las letras. Ella siempre está atenta a cualquier proyecto literario que existe, y siento su entusiasmo cuando coincidimos en el trabajo. La he leído tantas veces en forma de crónica que ya me resulta sencillo adivinar su estilo de escritura. Lourdes tiene una forma tan coloquial y clara de expresarse. Suele usar cortes abruptos en la narración con tres asteriscos al medio y  trabaja con gran precisión la crudeza para impactar al lector. Siempre encuentro en sus textos algún elemento físico que me estremece: una mancha de sangre en una piedra, desechos nadando sobre el barro, bilis brotando de una masa u olores putrefactos que impregnan el ambiente.


En ese momento me sentí feliz ya que el viaje era prometedor. Ya no estaba solo, ahora tenía a Lourdes en el tren, contándome historias. Al acabar los primeros cuentos, dejé el libro de lado, pues un escocés borracho se puso a charlar con medio mundo. El coche del tren se convirtió en una extensión de su boliche, y no había forma de callarlo. En domingo, y a esas horas, los controladores desaparecen y los vagones no están lejos de la esquina de una calle cualquiera. Pese al bullicio, aproveché para reflexionar sobre los cuentos que había leído. Es lindo macerar un poco las historias, darles vueltas, ver si hay algo escondido dentro de ellas.


Me quedé colgado en la reflexión de que, al final, todos los buenos libros de cuentos giran en torno a una sola idea, un hilo que hilvana las historias y las hace parte de una compilación. Fuera de las ediciones triviales tipo “Selección de cuentos de terror bolivianos”, “Antología de los cuentos tarijeños escritos en marzo” o “Las mejores historias de autores cuyos nombres comienzan con la letra M”, un verdadero libro de cuentos debe tener una estructura (invisible) y no ser un simple recopilatorio de textos. Pienso que es una tarea difícil, y por eso son pocos los libros de cuentos famosos en su totalidad, así como no son tantos los álbumes de música que se escuchan completos.


En El humo y la sal, me parece que el hilo conductor es el altiplano. No solo porque es el espacio geográfico de los cuentos que acabo de leer, sino porque estos logran atrapar la esencia oculta de sus habitantes. Las alturas bolivianas, aprisionadas por dos columnas de montañas, son realmente excepcionales en este planeta. Es una zona prácticamente inhóspita: el agua y el oxígeno escasean, el sol quema de día y el frío hiela de noche, la flora y la fauna son mínimas. Son tantos los puntos donde prácticamente no se ve nada más que pampa y alguna tímida carretera de tierra, reconocible por la hilera de polvo que dejan los camiones. Es un lugar donde basta achicar los ojos para darse cuenta de que existen tan solo dos colores: el amarillento de la tierra y el intenso azul del cielo.


Volviendo a la obra, los personajes y situaciones que construye Lourdes son apasionantes e intensos. Son gente que sobrevive no solo a las difíciles condiciones geográficas, sino también a la pobreza y los dramas que esta arrastra. Se siente que sus habitantes son personas forjadas en un ambiente hostil, donde la brutalidad puede ser sinónimo de justicia.


Lourdes logra, con maestría, hacer presente ese mundo en la mente del lector. Se puede sentir vívidamente el hedor a copajira (ese olor a azufre mezclado con barro que decora las calles de los centros mineros). Se puede percibir el aroma de la tierra, de la coca, o sentir el filo del cuchillo que corta la carne. Es evidente que la autora ha trabajado durante varios años en esta forma de narrar tan sólida y, por ende, tan clara.


En medio de mi divagación, el tren se detiene y el borracho escocés me pilla desprevenido y me elige como interlocutor. Al principio me dan ganas de ignorarlo, pero hay algo en él que me intriga. Está empeñado en adivinar de dónde vengo y jugamos a que descubra mi país de origen (obviamente, no tenía la más mínima chance). Cuando le digo que soy de Bolivia, me comenta que su hermana visitó Bután. Fuera de la letra B, nunca encontré la relación y tampoco quise discutir.


Cuando llegó mi turno de hablar, no dudé en contarle sobre las alturas, el salar de Uyuni, la carne de llama y el mineral boliviano que terminó en tantas armas de las guerras mundiales. Luego le mencioné mi plan de viajar al norte, y él, en un arranque de lucidez, me convenció de no ir hasta las islas. Una tormenta estaba azotando la zona, y era probable que me quedara varado en algún puerto o, peor aún, en alta mar. Me dijo que su familia es de un pueblo cerca del Lago Ness y se rió al contar que, de niño, vio al monstruo. Me sorprendí por mi propia ignorancia: en mi cabeza, ese lago ni siquiera existía. Así fue como mi destino cambió. Ya no quería ir a las islas, sino al lago de esa bestia invisible.


El borracho tenía que bajarse rápido, así que aproveché para retomar el libro de Lourdes. Después de algunos relatos, comencé a sentirme intrigado. Los cuentos cambiaban por completo el ritmo con el que habían comenzado, y el hilo que los unía se había roto casi por completo; por momentos, sentía que estaba leyendo otro libro. Eventualmente, algunos relatos volvían a hablar sobre el altiplano, pero las temáticas en general se tornaban muchísimo más diversas. Era como leer a otra autora. No me parecía que los cuentos estuvieran mal, solo que la disonancia era evidente. Probablemente fui yo quien se hizo una idea equivocada con eso del altiplano.


Al fin y al cabo, estaba en un tren, y este medio de transporte siempre me lleva a mi infancia y a las estaciones de La Paz, Oruro, Uyuni, Tupiza y Villazón (es decir, el viejo eje troncal ferroviario). Busqué una reseña o una sinopsis que me diera una mejor idea de lo que estaba leyendo. Al no encontrarla, volví a darle vueltas al título: El humo y la sal. ¿Qué elementos más extraños? No se me ocurría una situación (fuera de la gastronomía fina) en la que ambos pudieran convivir.


Era claro, ahora sí estaba completamente perdido con mi vida y con la obra. Sentado en ese vagón, no sabía adónde estaba yendo ni qué estaba leyendo, pero ambos problemas tenían solución. Bastaba llegar hasta el final y punto.


Eventualmente, los textos volvieron a la pampa. De rato en rato, se sentían los apellidos y rostros bolivianos, esos eventos extraños que tanto esperaba. Ya a este punto, comencé a construir una nueva idea de la obra. Creo (seguramente estoy equivocado) que los cuentos son épocas de Lourdes, pedazos de su vida, trozos de situaciones que alguna vez vivió o escuchó. Recuerdo a ese autor andino que decía con sencillez que "una persona no puede escribir sobre lo que no sabe". Mi idea del altiplano era un error. Este libro no tiene nada que ver con mi nostalgia. En realidad, estoy leyendo a Lourdes, la estoy descubriendo a ella, a las cosas que le contaron, que se le ocurrieron. Este libro es la autora, es ella.


Justo cuando mis fuerzas de lectura estaban recuperadas, me di cuenta de que había llegado a mi nuevo destino. Ya en Inverness, perdí la noche buscando un lugar para dormir y algo para comer. Con el cansancio, eso se redujo a un hospedaje de mala muerte cerca de la estación y un litro de cerveza negra. A la mañana siguiente, la lluvia vino con toda crudeza, y en el desayuno podía ver las caras largas de las personas que se habían quedado varadas, pues no había barcos hacia el norte.


A eso del mediodía, se le ocurrió salir al sol y aproveché para aventurarme al Lago Ness. Mi decepción fue rápida al sentir que había realizado todo un largo trayecto para llegar a un campo igual a cualquier otro campo del planeta, lleno de ovejas y vacas peludas. Es cierto, el pasto era muy verde, pero nada mágico; del monstruo del lago no pude ver ni la cola. La magia del viaje comenzó a desvanecerse y, para colmo, empezó a lloviznar, así que tuve que escapar. A la distancia, pude divisar las ruinas de un castillo y caminé una media hora para guarecerme. Mientras esperaba a que la llovizna se calmara, decidí que era un buen momento y lugar para terminar de leer el libro. Me quedaban tan solo unas pocas páginas, dos cuentos para ser exactos, así que decidí leerlos lento, con calma, como acariciando cada línea y saboreando cada palabra.


Quizás fue esa situación la que hizo que los disfrutara más que ninguno de los otros. Fue ahí cuando entendí el título de la obra. El humo era el de un cigarrillo, y la fina sal flotaba en el aire. Ambos son elementos que se impregnan y sirven como entrada (o salida) de lo misterioso. Me sentí a gusto cuando Lourdes me trajo de vuelta al altiplano, específicamente a ese lago inmenso de un blanco enceguecedor, donde fácilmente una persona se pierde tanto física como emocionalmente.


Veo a mi alrededor y ahora también entiendo el esplendor de Escocia. Entiendo que el altiplano no es tan excepcional después de todo. Al final, todos los lugares en este planeta son similares: un horizonte al medio, la tierra abajo y el cielo arriba, nada especial. La única diferencia son las historias y las situaciones; sucesos tan mágicos, crueles, humildes y cautivadores como los que Lourdes me regaló con su presencia y su obra.

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