Texto leído en la presentación en Cochabamba de Habitar la lectura. Homenaje a Luis H. Antezana (Plural, 2024), libro coordinado y editado por el autor junto a Mauricio Souza.
Una de las tradiciones del homenaje es la manera en la que las corporaciones rinden tributo a un personaje que ha terminado su andadura universitaria. Es una despedida de las actividades profesionales que enrumbaron su vida académica. Y para cumplir ese cometido, las universidades se visten de fiesta para honrar al homenajeado.
Esa tradición no se ajusta a lo que este homenaje quiere hacer: ni despedir ni encumbrar al personaje a la posteridad del aula vacía, al extrañamiento; más bien, todo lo contrario: celebrar su obra, su actualidad y sus enseñanzas, sí, pero orillando su pensamiento, apropiándonos de la fecundidad de su obra.
Me preguntaba, retóricamente, cuando empezaba a germinar la idea de este libro-homenaje, cuál es la deuda que tenemos con Luis H. Antezana, Cachín. ¿Por qué lo que ha pensado y escrito no tiene hendiduras, sino, más bien, compactación y ensalzamientos?
Por supuesto, la respuesta, como toda respuesta, provisional e incompleta, está en el libro que esta noche presentamos. Pero vale la pena identificar, aunque corramos el riesgo de reducir, algunas líneas de fuga, que son, como nos lo enseñó Félix Guattari, una forma de escape (de ahí lo de fuga) que converge en un punto, denominado punto de fuga. Este punto, también lo sabemos, está asentado en un plano en el espacio, en el que confluyen todas las rectas, todas las líneas, es decir, todas las líneas de fuga.
Una línea de fuga es, entonces, una ocasión para huir de una captura, que no es otra cosa que una manera, aprisionada, de entender y reflexionar, en nuestro caso, territorios de lenguaje, de signos, como la literatura, el pensamiento social, los discursos, o el fútbol.
Así, el horizonte al que tiende una línea de fuga nos permite ir hacia un territorio en el que caemos, a pesar (o por culpa) de las certezas y la familiaridad del argumento, en el vacío del lugar común, de lo trillado, de lo aceptado sin más. Pero, también, a contrapelo, nos facilita romper ese espacio con nuevos gestos, nuevas gramáticas, para explorar/recorrer nuevos territorios, como la música o la pintura, por ejemplo. Eso, me parece, hace Cachín: desarrolla nuevos criterios de lectura y, al hacerlo, abre nuevos territorios aupado en unas teorías y en unas prácticas específicas de lectura.
Glosemos, grosso modo, estas así llamadas líneas de fuga, para después identificar el lugar en el que esas líneas convergen; es decir, el punto de fuga.
Primero, la especificidad del fenómeno literario en su inmanencia, en su propio campo de significaciones, más allá de lecturas sociológicas de viejo cuño. Por tanto, hay que leer literatura como lo que es: una obra de ficción. Es decir, la obra literaria como una fuerza autónoma que, aunque no es ajena a la historia y a la sociología, es diferente de ellas, porque no es una imitación ni una reproducción de la representación de la realidad. No le pidamos, pues, a la novela, por ejemplo, a la manera de Alcides Arguedas, lo que no es: un supletorio cognitivo. Leer poesía o narrativa no en tanto “estructura”, sino y, sobre todo, en tanto “proceso de estructuración”. Más atento al proceso que al resultado, Cachín elude los habitus interpretativos.
Segundo, “usa”, en el sentido de Foucault, un vasto instrumental teórico que no se agota en su inteligibilidad, sino, más bien, se realiza en la aplicación creativa de sus posibilidades.
Tercero, ha producido lo que Rubén Vargas llama “artefactos conceptuales”, como el complejo NR (nacionalismo revolucionario) o la poética del saco de aparapita, contrapunto del concepto zavaletiano de “formación social abigarrada”.
Así, con más diligencia que rigor, convengamos, entonces, que el punto de fuga (“ese punto impropio, situado en el infinito”, dice un diccionario de geometría) es el lenguaje que, en su despliegue, describe, no nombra; no hay metalenguajes, sino, como afirma el segundo Wittgenstein y parafrasea Cachín, “el sentido es el uso”; es decir, la escritura y, por tanto, la lectura, son juegos de lenguaje, posibilidades más que certezas.
Para cerrar, digamos que Cachín, como el gran ensayista que es, combina magistralmente lo que Javier Sanjinés propone para la forma ensayo: una forma estética intermedia entre los “universales abstractos” y los hechos de la vida empírica (incluida la literatura). Su interés desborda lo estrictamente literario. Escribe de fútbol, pintura o arte, como lo hace de poesía, novela o pensamiento social (además de diversa, su obra es vasta: he listado un total de 407 entradas en el trabajo bibliográfico que cierra este libro-homenaje). Pocos en Bolivia conjugan la profundidad del pensamiento con una exigencia estética y estilística como lo hace nuestro homenajeado. Pero, como dijo algún crítico refiriéndose a Borges, la literatura se convierte en la escritura de una lectura. Cachín Antezana es de esa estirpe: escribe porque lee.
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