Durante la FIL La Paz 2022, que ya toca a su fin, la autora de este texto conversó con Giovanna Rivero, entre otras cosas, sobre muchas de las reflexiones acá plasmadas sobre su más reciente libro Tierra fresca de su tumba (El Cuervo, 2022).
Hay mundos de los que se sale herido y otros donde aguas vitales todo lo redimen. Hay mundos donde el horror y la violencia hacen gritar y otros donde el daño apenas susurra. La ya extensa narrativa de Giovanna Rivero (1972) modula tremendas contradicciones del alma humana, pero lo hace siempre desde un tono menor, como de quien silba, entre cadáveres, una canción popular de su infancia.
Su reciente libro, Tierra fresca de su tumba (El Cuervo 2021), presenta seis relatos que no se agrupan bajo ningún azar. Entre el primero, en el que una niña menonita sufre una agresión, por la que toda su familia acaba dejando la comunidad y el último, en el que una pareja acosada por cierta precariedad económica vive el proceso de experimentación de la ciencia en el cuerpo de él y atestigua la presencia de una cierva muerta en el jardín, sin atinar a reportarlo, entre ellos se cifra el círculo de la potencia e impotencia, de la ira y la culpa, del no saber cómo y en qué preciso momento podremos o no salvar al que amamos.
En el relato “Pez, tortuga, buitre” uno de los dos hombres que han naufragado cuenta a la madre del fallecido sobre sus últimos días. Mientras lo hace, el acto de comer duplica sus efectos: podría decirse que lo mismo que alimenta, envenena; que la carne muerta puede nutrir a otro. Mientras que en “Cuando llueve parece humano”, otra protagonista, la señora Keiko, irá trabajando la memoria de sus raíces lejanas, la convivencia con una inquilina que es a la vez la memoria de un pasado y la presencia que le recuerda los poderes de la tierra. En “Socorro” vuelve un tema recurrente en Rivero, la relación entre cuerpo, locura, deseo y violencia. Todo mal podría tener lugar justo allí donde se espera cobijo y se halla, no pocas veces, la mayor de las intemperies. Finalmente, en “Piel de asno”, la tía Ana, aquejada por el alcoholismo y viviendo en Canadá, recibe a sus sobrinos huérfanos. La sobrina ya adulta recuerda tanto su orfandad familiar y cultural como sus estrategias de sobrevivencia (el góspel frente al tumor cerebral). Estos relatos completan, cada uno a su manera, las luces que todo duelo enciende en la constelación de sus preguntas.
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En estos universos ficcionales existen varias y sutiles extranjerías: las de pequeñas comunidades migrantes o aisladas dentro de un espacio parcialmente ajeno (los menonitas y los descendientes de japoneses en Santa Cruz, las mujeres encarceladas, los métis en Canadá, los niños migrantes por adopción, la pareja de latinoamericanos en los fríos estadounidenses, etc.). ¿Qué permite la extranjería si no es la conciencia de cómo es uno o su sociedad? ¿Qué angustia de sentido y pertenencia devela el ruido de los migrantes en la lengua extraña? ¿Somos fuereños respecto de qué adentro? Desde lo más cotidiano, en lo más cercano, late siempre la distancia, el juego de inventar de dónde venimos, la excusa para que tenga sentido el por qué no-caber en la pertenencia de lo común.
Un aspecto que llama mucho la atención es la presencia de personajes que encarnan el sitio de testigos, de esos fuereños que miran una escena, siempre tremenda por su densidad existencial, y propician con su mutismo o con su empujón, un desenlace que los protagonistas no sabían llevar a cabo. Con frecuencia, ese testigo es como doblemente fuereño, pues asiste a esos grupos o pares extranjeros en un espacio al que él tampoco pertenece. Desbaratando los cómodos binarismos, ese tipo de personaje abre el tercer lugar para evidenciar que no hay solo dos caminos, dos polos en la tensión de dar vida o dar muerte. Algo más hondo y reparador habita entre los extremos, entre las culturas, entre las condiciones adversas y lo que somos o no capaces de hacer en ellas.
¿Por qué hemos deseado, encarecidamente, rezando o maldiciendo, que el tiempo regrese? Antes del desgarro y la herida, antes de la muerte allá tan lejos del abrigo materno, antes de firmar el contrato con el despliegue hospitalario sobre nuestros cuerpos o los de otros, antes, justo antes de que el deseo tome, de que la muerte posea, de que la religión destierre a las víctimas, así sea solo para comprobar que el mal arrecia… En estos relatos se desea ese momento. Se desea también el de la venganza, el de la rabia, el de la rectificación. Pero no. El tiempo no desanda ni uno de sus minutos. Lo que se ha desgarrado queda abierto, a veces preñado de hijo no deseado o de feto devorado por depredadores. Todo el libro desafía a lo que podría denominarse impases éticos que colocan a los personajes y por extensión al lector en el fantaseo de su plena potencia, su corrección, su saber y hallando más bien la impotencia, la derrota o la extenuación. Si alguien daña a quién amas, ¿serás capaz de vengarlo, de revertir el mal a toda costa, de pagar el precio? ¿Qué harías si alguien vive a costa del cuerpo muerto de tu hijo? ¿Y si te imponen una hija producto de la infidelidad? ¿Escucharías la voz de los que, provenientes de otra cultura, narran qué se hace allá para resolver esas cuestiones o te aferras a la perplejidad y al acatamiento? Una y otra vez los relatos insisten: ¿qué harías si aún no hacer es ya una respuesta?
Para aprender a habitar entre las cosas como son y no como debieron ser se necesita mucho coraje, mucho valor, mucha vida. Para estar sostenidos en la fragilidad humana se necesita mucho silencio. Porque somos cuerpo que recibe o toma los deseos ajenos, violentos. Porque en ese cuerpo los discursos de la religión, la ciencia, la justicia disponen sus demandas: que resistas el mal intrínseco de la carne, siempre tentada, marcada, sangrante; que explores cuánto órgano y cuánta química bastaría para derrotar enfermedad y fecha de caducidad; que obedezcas las disposiciones generales, aunque tu caso no sea sino la excepción de su regla. Mientras, el cuerpo habla su propio alfabeto. Y los/las narradores/as de esta poética le dejan manifestarse, hacer ruido, perturbar en tono menor. ¿O no es el desgaste físico constante una manera de irse tan callando que parece que nada nos pasara hasta el tropezón de la fecha de muerte?
Decía, al inicio de esta lectura acompañante, que se oye en esta poética un tono menor. Esto sucede por la disposición de diversos dispositivos: la focalización en asuntos o personajes secundarios, la lenta narración demorada en detalles puestos en contacto, la irrupción de imágenes, el trabajo con los ritmos. Tal vez un solo ejemplo sirva para tentar otras lecturas. En el cuento de “Cuando llueve parece humano”, la Sra. Keiko enseña a las presas a hacer origami. Una reclusa lo consigue con enorme ventaja y sofisticación. Pero, ¿son las mismas manos capaces de ordenar el papel en sutiles formas y dar muerte a otro ser humano? Poco más adelante la protagonista agita la tierra y sabemos que la misma frescura sirve para remozar el abono y la tierra de cultivo, para abrir el hueco de una reciente tumba, para nutrir, para sepultar. No será el grito sino el susurro y la mirada puesta, al mismo tiempo, en el cosmos y en el cajoncito del velador lo que de señal de alarma. Después de todo, ¿qué somos sino la piel que es habitada microscópicamente por quienes la desgastan?, ¿qué casa habitamos sino la tomada por fuerzas que ni queremos ni podemos enfrentar?
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Una poética pues de lo pequeño tremendo. Un oficio de paciente hilado entre los componentes de un universo narrativo. Un mundo en el que migrantes y extranjeros potencian los espejos para saber qué somos. Conciencia de cuerpo tomado, discurseado, ofrendado. Esa la condición humana: habitar en lo frágil, con toda la potencia, con toda la ternura de orar ante una cierva muerta o ante la imagen caída de lo heroico que no alcanzamos. No sé si sea dios quien duerma en los detalles, pero esta palabra no servirá para salvarnos. Sí para vivir en la simpleza y en la humildad de nuestras impotencias y daños y duelos.
Quiero cerrar esta breve incisión a un libro que da para muchísimo más, con dos cortes. Uno: el libro, como varios de otros escritores actuales (pienso en Sara Uribe, Cristina Rivera Garza, Edmundo Paz Soldán, Magela Baudoin, Liliana Colanzi, etc.), cierra con una nota de agradecimiento a lectores que han colaborado en el proceso de escritura. Este hecho, que podría parecer anecdótico o visualizador solo de redes de amistad, devela mucho más. Ya no es la autora quien enteramente posee el todo-saber de su producción. Son varios, un colectivo provisional, el que lee fragmentos, uno o dos de los relatos, y aporta desde su acotada perspectiva. La autoría, pues, se hace entre varios. Dos: Giovanna Rivero lleva trabajando la escritura hace más de veinte años. Sin pausa ni prisa, sin expectativa ni hambre de sitio. Llegó temprano para aparecer tarde. Su labor tardó años y esperó a una generación posterior para inscribirse en su lugar, con sus interlocutores y de manera mucho más flexible y gozosa que cualquier etiqueta que quiera ahora sujetarla. Así se vuela. Así se tiembla.
“Una poética pues de lo pequeño tremendo. Un oficio de paciente hilado entre los componentes de un universo narrativo.”
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