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En el año del dragón todo ha muerto y ha vuelto a vivir

Actualizado: 28 abr

En la serie “Autores leyendo autores”, Cecilia Terrazas Ruiz presenta una reseña de El año del dragón, poemario del autor orureño Vadik Barron.

“El dragón posee la capacidad de asumir muchas formas, pero estas son inescrutables”. Jorge Luis Borges en El libro de los seres imaginarios, es quizás quién mejor definió a este ser mitológico: cabeza de caballo, cola de serpiente, grandes alas laterales y cuatro garras, cada una provista de cuatro uñas. ¿Capacidad de transformación y misterio no son, acaso, una maravillosa combinación para la poesía?


Y es precisamente misterio lo que se desprende del poemario El año del dragón[1] de Vadik Barron, poeta y cantautor orureño, quien nos engarza en un viaje cargado de símbolos y matices, en el que se entretejen naturaleza e introspección humana.


La portada es en sí misma una invitación sugerente. Es imposible no pararse sobre el rojo intenso de un dragón majestuoso que invita a transitar por fuego, tierra, metal, agua y madera: cinco elementos que se condensan en una voz poética contundente y acompasada: “Yo he nacido el año del dragón de fuego, y en el año del dragón de madera me quemo por dentro, sin remedio, como los bosques que sufren la codicia ajena”.


Transitar por fuego es ir en sintonía con la esencia de este elemento, la reacción impetuosa, la invasión de los espacios; la avidez y el abrir las puertas sin cuidado. Barron trae a la escena del lenguaje lo que él mismo denomina incendios interiores y exteriores; no es casual entonces toparse con versos sobre una plegaria o un furioso cometa que orbita entre la vida y la muerte; o volviendo al ser mitológico, revelar la voluntad de ser visible o invisible a los ojos de quien se sumerge en el libro.  


El fuego irrumpe e incita a la tierra a irrumpir con él. Si bien desde nuestra occidentalidad —bien instalada— este elemento se asocia con firmeza, estabilidad o búsqueda de lo concreto, en el libro son las calles, la ciudad, sus movimientos, sus luciérnagas y sus fantasmas, los que cobran un protagonismo que se fusiona con un planeta enfermo de vacío como el mismo autor lo nombra.


Leer y releer los versos de tierra equivale a escuchar los sonidos de la ciudad, de la ciudades, que esperan ser nombradas o bautizadas nuevamente para poder sentir su latido bajo los pies.


El viaje poético continúa por metal, y ahí nos encontramos con un tono indiscutiblemente musical —el otro oficio del autor— , en el que los epígrafes de Spinetta son el abrebocas para pararse sobre la luz, el son y las palabras que resuenan al unísono.


No es una luz cualquiera, no es la de las primeras horas, o la que se despide en la víspera de la noche presta a llegar; es más bien la que intencionalmente se esconde en los cines para que las películas nos miren; o como diría la poeta Delmira Agustini, la luz puede ser una ceguera luminosa que envuelve, creando una sensación de estar prendido en su brillo. La luz se convierte así en una metáfora de la conexión con algo más allá del mundo material.


Fuego, tierra y metal dan paso al agua. Nuevamente el poeta desafía los contrasentidos, o más bien los elementos cargadas de obviedades de sentido; el agua no es entonces fuente de vida o de renovación, es más bien  el elemento que cede, retrocede y envuelve temas como la muerte, la memoria o la discontinuidad.


Quizás por eso las sensaciones que deja son más parecidas a navegar por el viaje interior de un náufrago en su propia isla del tesoro, o por la necesidad —convicción de asumir la forma de la lluvia: para abajo, siempre para abajo, en una caída que dura lo que dura una vida—.


Pero la vida también se trata de volver. El último y más extenso capítulo de este tejido literario es madera. A través de este elemento, el autor vuelve al fuego, a la tierra y a la música con metáforas y sin necesidad de ellas. En los versos de música (9) nos regala la posibilidad de imaginar una altipampa o un violín salvaje, y hacer que todo quepa en un poema. 


Porque nada nos habita, pero esa nada sería nada sin nosotros.  La poesía en madera no podría rozar menos la naturaleza humana —resulta casi imposible hacerlo— cuando pensamos que en la cosmogonía china se distingue al mundo a partir de la interacción entre el Yin y Yang, que son opuestos pero que se complementan. Así, los versos del autor aparecen como el cuerpo de un dragón serpenteante entre oscuridad y luz; pasividad e ímpetu; todos y ninguno, mujer y hombre.


La sugerente conexión a trascender la realidad física también es latente en un juego selecto de palabras concentradas en “el tercer ojo pineal”,  como una forma de ver el mundo más allá de lo tangible, o una realidad que coexiste con otras, que se tocan, se acompañan, se complementan.


Volviendo a Borges, El año del dragón posee la capacidad de asumir muchas formas, y quizás por ello, habitar las contradicciones, las propias y las ajenas, o casi ajenas, pero que al final dan sentido a la muerte y su correlato con la existencia. En palabras de Barron:  en el año del dragón todo ha muerto y ha vuelto a vivir. ¿Será esta una afirmación o una pregunta?


Pero resulta que no es la única duda que podría quitarnos el sueño, o invitarnos a discurrir entre dos copas de vino. La segunda parte del libro o libro dos que viene en combo, es Estatuto febril, que contiene 30 poemas sobre un mundo tomado por la pandemia, un letargo colectivo que obliga a preguntarse cosas y acomodar las respuestas como un juego de tetris, en el que las piezas se reorganizan, encajan y buscan su lugar.


Y entonces ¿Qué se escribe sobre la pandemia, el encierro o la incertidumbre en tiempos en los que se pactaba se pacta con la idea del fin del mundo, o con el día a día para aprehender sobre la soledad y sus senderos? La voz de Vadik Barron nos traslada a una cuasi lista de “códigos existenciales” que cuestionan el tiempo, el silencio, la luz, el despojo; casi como pactos de fe, casi como lo humano mismo.


En Estatuto febril no brotan solo los sinnombre; mueren las abejas reinas,  el agua y el fuego se hermanan, las libélulas cumplen años, la luna deja queloides nacarados. Recorrer sus versos permite que las y los lectores puedan hacer suyo un paisaje emocional sobre instantes tan vitales como únicos. Lo que hallamos en las palabras es una rigurosa voz poética que siente y traslada su sentir, que interpela y réplica,  habla y da espacio a los silencios, piensa y “se piensa”.


Nos encontramos ante una bandada de poemas que se posan sobre la voracidad de un germen, y al mismo tiempo añoran sobrevolar en un abrazo.


La invitación está hecha.

[1] Todas las referencias en cursivas son extraídas textualmente del poemario de Barron.

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