Déjà Vu, el eterno retorno en Entiérrate y repite, de Juan Carlos Zambrana
- lourdes reynaga
- hace 14 minutos
- 7 Min. de lectura
En “Autores leyendo autores”, Lourdes Reynaga comparte su lectura de una interesante novela de Editorial 3600.

A different girl now
But there’s nothing new
I know you get déjà vu
I know you get déjà vu
I know you get déjà vu
(Olivia Rodrigo, “Déjà vu”)
Que hay momentos clave a lo largo de la vida, es una verdad que todos conocemos; sin embargo, las particularidades en cuanto a la naturaleza de dichos momentos son las que los individualizan, haciéndolos parte de la configuración de cada ser humano como persona. ¿Qué pasaría entonces si varios de estos momentos no fueran sino el mismo? Es decir, un solo momento, viviéndose varias veces, desde distintas perspectivas; las que, además, pertenecen a la misma persona. Esta es la premisa de la que parte Entiérrate y repite, novela de Juan Carlos Zambrana en la que, por otra parte, se juega bastante con las nociones de “eterno retorno” e “inmortalidad”.
Pero vamos por partes. La historia arranca con un encuentro rarísimo. Róger Menacho, el protagonista de la novela, hombre joven y exitoso dentro de lo que cabe, es provocado por un indigente mientras pasea con su novia, Claudia. El hombre intenta en vano tocar a la chica y asegura ser inmortal, mientras grita que su nombre es “El Tarántula”. Algo se rompe dentro de Roger a partir de este encuentro, algo lo incomoda, lo molesta y perturba (¿hay una suerte de déjà vu instalándose en él, esa sensación de ya haber vivido previamente una experiencia?) haciendo que toda su vida cambie. Su rutina muta, sus relaciones de amistad, laborales, familiares, incluso románticas, se alteran. Algo ha cambiado definitivamente desde el instante en el que la vida lo enfrentó al mendigo, desde el momento en el que las manos ávidas de “El Tarántula” intentaron tocar a Claudia. Y, en una vida que se había anunciado como exitosa, todo va derrumbándose de a poco y las pérdidas se suman una tras otra, dejando a Róger a merced de las drogas, el abandono y la soledad. Es entonces que, un día, ya sin trabajo, sin Claudia, sin hogar, sin lucidez, observa a una pareja paseando muy cerca de él. La chica es preciosa y, desde muy adentro, le nace un primitivo impulso por tocarla, por apropiarse de ella, por incluirla en su delirio. Sus impulsos son frenados violentamente por el chico, y Róger se ve a sí mismo, gritando que es invencible, que es inmortal, que es “El Tarántula”.
Hasta ahí, tenemos un círculo perfecto, una estructura sencilla y que encaja a la perfección. Sin embargo, ese no es más que el primer capítulo de la novela. Róger ha sido él mismo y ha sido también “El Tarántula”. Como lectores, seguimos el rastro de su transformación, sabemos cómo ha pasado de ser el joven prometedor con la vida resuelta, al drogadicto destruido sin hogar estable ni relaciones duraderas. Sin embargo, la premisa que parece resolverse en el primer capítulo no hace sino comenzar, sumergiéndonos en un bucle que se repite una y otra vez, en el que los demás son solo espectadores que ni saben ni entienden lo que están observando. Una sensación que se duplica y complejiza en los lectores, ya que, si bien sabemos el cómo, ignoramos el porqué, es a partir de la búsqueda de ese porqué que se estructura el resto de la novela.
Róger se va preguntando cómo sucede todo lo que está aconteciendo con él y con la gente a su alrededor, por qué sucede y si existe una fuga posible, una forma de salir de esa suerte de eterno retorno en donde, a veces, sus vivencias le dejan una perturbadora sensación de familiaridad, de eventos que ya ha vivido antes, aunque no haya sido así. O, mejor dicho, aunque no haya sido desde la misma perspectiva. No es entonces solamente un inmortal, es también todos los hombres, es todas las vidas posibles, existiendo simultáneamente en momentos clave, para luego dispersarse y continuar siguiendo los procesos casi planificados que los conducirán a un nuevo (el mismo) momento de encuentro, pero desde una perspectiva distinta.
El trasfondo de la novela se anuncia profundamente filosófico, ya que no solamente tenemos a un personaje habitando todas las posibilidades de desarrollo como personaje simultáneamente, sino que, a partir de ello, surgen, casi como quien no quiere la cosa, preguntas que nos obligan, en tanto lectores, a cuestionarnos acerca de distintos puntos: ¿Es posible la inmortalidad? Y, si lo fuera, ¿basta con plantearla como una suerte de transcurso de tiempo lineal? ¿No tendría más sentido comprenderla a partir de múltiples circularidades? ¿De encuentros fortuitos y complejos pues parecen orquestados a partir de un preciso mecanismo de relojería? ¿Qué significaría entonces para un ser humano la idea de no morir? O mejor, ¿de vivir para siempre?
Y de pronto, ya no es Claudia rehaciendo su vida y hablando con la madre de Róger; ya no es el padrastro del mismo redescubriendo el cuento escrito por su hijastro, que parece contener la solución a un enigma que escapa a su comprensión; ya no es Kathia, llegando de forma intempestiva a la vida de “El Tarántula”; y a la vez, sí. A la vez son todos ellos y otros más, articulándose para que la historia funcione, para que las preguntas de Róger acerca de la existencia humana se trasmitan a los lectores y los lleven a cuestionarse sobre su misma naturaleza. Porque, mientras para Róger existe la posibilidad de ser dos que se encuentran y habitan un mismo momento espacio-temporal y puede explicar este fenómeno a partir del experimento de la doble rejilla, para los lectores el fenómeno se amplía y los dos iniciales, son más. Son, sí, Róger y “El Tarántula”, pero también son Claudia, Kathia, Alfonso y otros más. Casi como pieles que recubren una misma esencia, mutando a conveniencia.
Y entre todo ello, están también las historias entrañables de la relación de una chica con su gato, la de la mujer que descubre que no es sino una de las ocho parejas sentimentales de su “novio”, la del niño profundamente aracnofóbico que se encierra en su mundo para comprenderse mejor. Porque Entiérrate y repite parte de una premisa compleja y filosófica, pero es capaz también de conducir a los lectores a través de las vidas sencillas (y de las lecturas) de los personajes.
El gesto de la multiplicidad de existencias se duplica también en el lenguaje. Algo que se agradece a la novela es que juega con distintos tipos de discursos. Desde los diálogos, hasta la narración en primera persona, pasando por una suerte de diario íntimo o por los cuentos de Róger y, desde luego, la narración en tercera persona que juega hábilmente con la focalización ya sea desde un personaje o desde otro. Sin embargo, un elemento llamativo está en el rescate de la oralidad en un par de capítulos. Y es llamativo porque, si bien existen grandes autores que ya han trabajado con este recurso, los rasgos orales que se rescatan en esta novela, duplican las características del habla cruceña, a partir de un particular flujo de conciencia: “hay que tumbarle nomaj al singani a vece jode con yerba me da miedo igual manimo ¡mierda qué lindo ejtar chuta! ej como que masujta pero megujta ¡aaaaaaahhh! ¡cumbia ajquerosa! ¡soy una villeraaaaa! Y si me pongo mal me meto coca tengo todavía un gramo de mi ejcondida porque el malparido ej una ajpiradora no deja na ese camba ¡ejcándalo eso del tarántula! ¡¿cómo pue?!” (pág. 35). Y si bien esta aproximación a la oralidad cruceña puede costar en una lectura silenciosa, cuando se realiza en voz alta permite un entrañable acercamiento a una forma de articular la pronunciación del lenguaje que resuena de buena manera en el oído y la mente de los lectores.
Un último aspecto llamativo a mencionar retorna a la noción de la escritura misma. Y si, desde El Quijote, pensamos en la lectura como vehículo que conduce a la locura, la escritura también puede presentarse como un catalizador de la misma. Y algo peculiar en Entiérrate y repite es que Róger encuentra sus peores puntos de caída no solo cuando se entrega al desmedido consumo de drogas, sino cuando explora la escritura. “Lo que se suponía una buena noticia, acabó atormentándome. De alguna manera lo había previsto. Sospechaba, ya por entonces, que el Róger tendría una relación malsana con la escritura, había algo terrible en su regreso a la prosa, como si el ‘Estoy listo’ implicara también un retorno al bajo mundo de su interior. Duele decirlo, pero es así. Todavía hay algo oscuro dentro de él”. (pág. 54)
Como si la escritura despertase la locura en el personaje. Y, más adelante, cuando la novela nos presente el borrador de uno de los cuentos de Róger, “Involución”, comprenderemos cuán cercana está su mirada de la locura, de la muerte y cuán invadido está por una profunda depresión. ¿Hay algo de “El Tarántula” habitándolo mientras escribe? ¿Es en esos momentos en los que es posible percibir cuán influido está por sus otras vidas, por esas circularidades que también lo construyen? ¿Es el tachado de su nombre un gesto que nos revela cuán fracturada está su vida? Las respuestas parecen mutar, tanto como las perspectivas desde las que se viven los momentos clave de la novela, desde las que se comprenden los cuestionamientos más profundos en la vida de los personajes, desde los que Róger se nos va revelando como él mismo y como otros que, siendo otros, no dejan de ser él.
Es pues a partir de una serie de historias (que muchas veces son la misma, desde distinta perspectiva) que Zambrana construye una novela entretenida, agradable, pero también cuestionadora y que invita (con disimulo, como tendiéndoles una trampa) a los lectores a reflexionar acerca de temas profundos relacionados con la naturaleza humana y con cuestionamientos acerca de la inmortalidad y el eterno retorno.
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