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Vivir para escribir o escritura como resistencia

Apuntes en torno a La obligación de ser genial, libro de ensayos literarios de Betina González, que acaba de editar Mantis.


Betina González reúne en este libro una serie de artículos y ponencias de diversos orígenes y etapas de su carrera literaria, aunados todos por un intento de definir e interpretar la escritura literaria como un hecho concreto, con sus necesarias connotaciones subjetivas, en el marco de los contextos y las coyunturas actuales, literarias y también sociales.


Parte reflexionando en el acto per se de crear un texto de ficción: las razones, significados e implicancias de escribir; de romper el silencio, de desafiar a la palabra incursionando en ella; de lanzarse ante el desafío de un cuento o una novela, “apenas” provistos de ideas e imaginación. El porqué del impulso escritural es, entonces, el arranque de La obligación de ser genial y, acaso, el origen o necesidad de plasmar el libro.


En “El corazón de la página”, primer texto de la primera sección, González advierte que si bien a la hora de escribir ficción el qué y el cómo son básicos, la verdadera esencia de un buen texto es el porqué: la emoción como quid creativo, “porque la autora que no arriesga el corazón, no arriesga nada, por más que se esfuerce en una arquitectura textual elaborada”. (17)


Dotar de personalidad, carácter e idiosincrasia a los personajes –a lo que se cuenta–, representa mucho más que lograr buenos diálogos o escenas. Escribir algo trascendido por la emoción es “el acto de poner en palabras aquello que no las tiene”, es dejar que lo que sienten los personajes se revele en lo que hacen, en lo que el narrador les hace hacer.


La emoción en un texto de ficción es del orden de lo no narrado, es apenas un vislumbre para el que se ha construido todo el andamiaje de la trama, surge de él. (25-26)


Acto seguido, la mirada de la escritora argentina se detiene en los comienzos de las novelas, tanto en lo formal (párrafos memorables), como en el impulso y motivación que llevan a uno a iniciar la aventura de una novela.


“Primero está el deseo” y según cómo el autor se enfrente y gestione este deseo, se dará o no inicio a una aventura creativa. La escritura, en este caso, a decir de González, es una suerte de lucha o de pronto una imposición de la idea-deseo ante la palabra.


Una resiste todo lo que puede la tentación de empezar. Hasta que no queda otra. Hay que liberar el chispazo, aquello que pugna en la mente por ser arrancado de la no palabra: la voz que se forma, de pronto, en la cabeza. (28)


En “El miedo a la imaginación” se confronta la historia versus los hechos, a partir de una lapidaria realidad: la escritura nunca hará justicia al proyecto literario, a lo que el autor concibe e imagina. Por mucha maestría que haya en su manejo, el lenguaje siempre matiza lo que la mente y la creatividad plantean. Es una ineludible limitación que más vale aceptar cuanto antes.

En otra arista de esta consigna (miedo a la imaginación) González se detiene en la resistencia a la ficción detectada cada vez más en muchos lectores para quienes es más cómodo consumir realidad (no ficción) o autoficción, que enfrentarse a las infinitas posibilidades de la imaginación.


La sociedad de la sobreinformación, de las fake news, arroja gente no solo con miedo, sino con apatía y simple flojera para liberar su mente. No quieren ni enfrentarse a la posibilidad de perder las capacidades de distinguir qué es verdad y qué es mentira. Como si la ficción no fuera más bien el mejor bálsamo de evasión.


Pero el miedo no puede volverse desprecio por la imaginación pues la imaginación también es experiencia.


No hay nada en la superficie textual o en esos procedimientos [de la no ficción] que garantice la verdad de lo narrado. La ficción no se opone a la verdad o a la realidad (…) porque nuestra realidad está hecha también de ficciones y, sobre todo, porque nuestra imaginación es tan parte de nuestra experiencia como las cosas que nos pasan. (56)


En este punto, y volviendo hacia los escritores de ficción, la autora llama a no menospreciar la historia (cómo y por qué) por el estilo (cómo), una marcada tendencia en ciertas esferas de la narrativa hispanoamericana actual.


Por innovar, por luchar contra las tradiciones, contra los padres, pero también por aferrarse al rechazo ciego a la autoficción, a veces se olvida que la historia en una novela, por muy básica que sea, es fundamental. De ahí se debe partir, ahí deben converger todos los intentos y componentes de una aventura escritural, por más que estos estén vedados al ojo del lector; de hecho, así generalmente es mejor.


Sé que estoy frente a una buena idea para una novela si me genera una serie emocionante de preguntas. Una historia que genera preguntas es una historia que pide ser escrita. (…) la ficción es siempre un modo de cuestionar la experiencia y su sentido. (65)


La historia es el corazón narrativo. No siempre se la tiene clara y completa al iniciar un proyecto, pero debe haber al menos una pista, una chispa que dispare la búsqueda.


…no se escribe ficción para producir un determinado “efecto”, la ficción siempre es primero una búsqueda para la propia autora, pide ser escrita desde la más absoluta ignorancia de sus “efectos”. (64)


En “Ritmo y narración” va, ahora sí al cómo, al estilo, y la premisa es clara: componer bien un párrafo, es cuestión de ritmo más que de atender a las diferentes necesidades narrativas.


Debe entenderse al ritmo como la síntesis precisa, casi subjetiva, de lenguaje, tono, sintaxis y acción. Lograr un buen ritmo en un texto narrativo es lograr que el lenguaje no esté esclavizado por el sentido y el significado.


La noción de ritmo se instala, entonces, ya en tensión en el centro de la literatura, ese lugar donde el lenguaje quisiera ser su propio árbitro, liberarse de la tarea de representar, de imitar, de ir hacia los modos del mundo, quisiera ceder al suyo propio. (78-79)


Y es ahí donde González contrapone el estilo Fitzgerald (privilegiar el verbo por sobre los adjetivos) con la receta Hemingway de economía máxima de lenguaje, que mal gestada, puede llevar a despojar al texto de carne y esencia.


Quizás el “éxito” de esa receta se deba a que produce una ilusión de “narración pura”, un efecto de transparencia gracias al cual los autores noveles aprenden a desembarazarse tanto de las vanidades del yo como de los riesgos del lenguaje. (…) Tan exitosa es la receta que produce todavía otra ilusión: la de que cualquiera puede escribir (…) ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, todos tenemos una historia para contar. (90)


En “Sobre el final de una novela”, hay una interesante reflexión que va desde la necesidad de cierre hasta las dudas e inseguridades a las que todo narrador se enfrenta antes de dar por concluida una labor que lo atrapó y obsesionó. “Hay un erotismo inmanente en las cosas cerradas, clausuradas, perfectas. Nos son completamente ajenas” (100), dice, y continúa reflexionando:


Cuesta llegar al final, identificarlo, saber cuándo es el momento de soltar una novela, también porque la idea de terminar algo que nos acompañó por mucho tiempo es una anticipación de la muerte. Aceptar el final de un proceso creativo tiene algo de duelo y una lo resiste, a veces en contra del propio libro. (101)


¿Cómo cerrar, no ya una trama, un cuento o novela, sino el momento, la experiencia escritural? Se pregunta y se responde con algunas interrogantes a modo de connotar que no hay respuestas posibles: que acaso sí cada escritor hallará métodos y mañas para salir lo más indemne posible de este momento fatal. ¿Dejar reposar y volver?, ¿dar a leer a un círculo de confianza?, ¿esperar la epifanía que de certeza?, ¿sucumbir ante el agotamiento general por el proyecto?


Un buen final, desde la experiencia de Betina González, es el que deja al lector la impresión de que el mundo del libro continúa, más allá del cierre que le dio el autor. Un buen libro se integra a la vida del lector. Pasa momentáneamente a ser parte no solo de su imaginario inmediato, sino de su memoria.


En la segunda mitad de La obligación de ser genial, se recopila una serie de crónicas, artículos y textos varios que no desmerecen la impronta de González, pero que bien podrían haber sido parte de otro proyecto. Salvo el texto que da título al libro, claro está, en el que se analiza las variables en torno al oficio y vocación de escritor: trabas, obstáculos, lugares comunes; los viejos pero ineludibles conflictos de trabajar para vivir y/o escribir como hobby.

A modo de conclusión, una postura categórica:


… la escritura será siempre un modo de resistencia que habrá que sostener frente a todos los embates de ese mundo, incluyendo el “glorioso” momento de la publicación. (…) Hay que vivir para escribir, hacer de la escritura la cosa más importante de la vida. Ganar(se) la vida en la escritura o perderla en todo lo otro. (136)

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