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Un profeta

El nuevo poemario de Luis Carlos Sanabria, P(r)o(fe)ta  (Editorial 3600), que llega después de varios años en los que el escritor cochabambino incursionó en la narrativa, explora un diálogo con la Biblia y con la cualidad humana de la figura del profeta.

En el principio

El nuevo libro de poemas de Luis Carlos Sanabria, que llega después de una etapa de algunos años en la que publicó narrativa, ofrece un acercamiento introspectivo y una experiencia –fragmentaria, conversacional– respecto a la divinidad, y establece para ello un diálogo con el libro paradigmático en estos asuntos: la Biblia.


Sanabria escribe: “el momento de abrazar lo divino no es otro que el contacto de mi materia con la materia del todo”. Una mirada holística –y por momentos extasiada– recorre las páginas del libro y lo emparenta con otros libros de corte religioso y reflexivo en sus fundamentos, pero que enfatizan una actitud poética, como los de Henry David Thoreau (Walden, y sus diarios) o del Walt Whitman de Hojas de hierba. Nos vemos ante una concepción de lo divino que va más allá de la humillación o sometimiento ciego ante el dios autoritario (y sus acólitos terrenos) que pregona la iglesia católica, y que intenta más bien conectar la figura del profeta, a veces más un mensajero dubitativo que un salvador, con la experiencia mundana, con la naturaleza y con los laberintos del razonamiento.


El autor reniega de las artimañas santas y endemoniadas del “yo” autor, y entonces el profeta se convierte en el narrador o voz del libro. Se trata entonces de un poeta falible, humano y –en varios pasajes– desencantado: “en cada resurrección he desperdiciado todas y cada una de mis oportunidades de redención”.


“Mi sombra también soy yo”

El libro ofrece una perla, debatible, en el poema II del capítulo “Algunos desiertos”, que marca algunas intenciones del poeta: “mi pecado reside en esta apostasía / La fe no es pensamiento mágico / la fe es pensamiento crítico”.


La imitación del tono discursivo de los libros sagrados en primera persona, las sucesivas internaciones poéticas en versículos, citas y parábolas harto conocidos establecen una cierta intimidad o complicidad con el lector. Y quizá la sugerencia más destacable de la obra sea la de concebir a la oración (como sinónimo de ruego, plegaria, acto litúrgico) como un dispositivo literario –y, si se quiere–, mágico, creador, para desde aquella dudar de –y emplazar a– la omnipotencia, omnipresencia y sabiduría infinita de un ser supremo. En otras palabras: probablemente la inteligencia de un Dios sea limitada, pero la fe y la oración no: “esta oración / –esta plegaria– / contiene un infinito”.


En el Poema VI de la misma parte, el lenguaje es una ley, acaso divina: “La locura y la santidad son hermanas / siamesas inseparables de un solo tronco. /Una no sale de la cárcel de su propia voz / la otra se pierde escuchando miles de murmullos. / Pelean la una con la otra y se reconcilian también. / Pero no aquella obsesión con una única realidad / sino más bien / el inmaculado estado de desconocimiento / de la ley del lenguaje.”


Profeta es, visto en volumen y conjunto, contradictorio. “La divinidad ama las paradojas”, sentencia –o justifica– Luis Carlos en el poema IX de la misma parte y asume una crítica sobre el discurso religioso. Estamos ante un profeta atolondrado (por humano). Como en el disenso de los cainistas, el profeta no actúa por sí mismo sino que parece acatar designios escritos previamente como en un guion, es solo un instrumento de una voluntad mayor: “me resigno a los hechos”, concede y uno no puede evitar relacionar ese talante con el concepto japonés de akirame (que se puede traducir como “la aceptación de lo inevitable”), vocablo conocido para nosotros por ser el título del primer poemario de “Robertito” Echazú, allá en el lejano (19)66. El profeta entonces no es sujeto sino objeto de una trama, es demasiado humano y trata de “merecer el inmerecido don de la vida”.


“Yo soy la voz…”

“Resurrección constante”, la tercera parte del libro, explora la idea del verbo divino, el verbo que crea vida. La voz del profeta es a ratos sentenciosa, definitiva, y en otros asume la posición  de testigo, de espectador. Extraigo ejemplos: “En el principio era / —el lenguaje, / (…) el discurso—/ el verbo” (poema II); “El universo se funda en la palabra” (XXI). Y también es preceptiva: “…la sabiduría está en saber alimentarse y no solo buscar la saciedad” (VI), o “…he abrazado la bendición de la locura” (IX).


Estamos ante una poética del fragmento, parábola de parábolas, interpretación de interpretaciones: “interpretar para creer” (Poema X). Es una voz con conciencia propia: “encarno el cliché”,  parece quejarse el profeta en el poema XII; y en el poema XV reconoce que la creación, como lo colige el racionalismo, tiene dirección inversa; es el hombre quien crea a Dios: “Porque somos prisioneros de nuestro propio cuerpo / hemos querido dar / nuestra imagen y semejanza a lo divino. (…) Porque somos prisioneros de nuestro propio lenguaje / forzamos como universales / sentidos particulares.”


Al cabo del libro lo que se redondea son reflexiones más cercanas a un diario de pensamientos que a un lenguaje más elaborado de complexión poética. El lugar desde donde se escribe y asume la conciencia de recrear la ficción religiosa. La poesía no es solo entonces recurso de lenguaje, retórica, sino también ficción en sí misma, de esa manera el autor imagina, sugiere, elucubra, inventa, posibles escenas y visiones ya no de “El Profeta”, sino de “un profeta”, un ser posible, emergido de la retórica e imaginación de Sanabria.


En los mejores momentos de Profeta, la intertextualidad ensaya una mimesis del discurso bíblico, con ironía y fragilidad humanas; y en otros tiene más bien el tono de un comentario, un discurso que pasa de ser apócrifo a ser paródico, de paralelo a inconstante, de fragmentario a trunco. “El lenguaje es una consecuencia de la entropía / una necesidad de cifrar lo infinito en un sistema limitado”  (XXI), insiste, y uno se queda con la sensación de un ensayo en verso, antes de la de un poemario, lo que no resta el valor de la propuesta.


La deconstrucción semántica del término P(r)o(f)etA evidencia una intención, quizá última, del autor, en referencia a esa condición ya sugerida en civilizaciones antiguas: la del poeta como un profeta, un visionario; y nos lanza una advertencia: “(…) escapar de los falsos poetas, / que buscan cenizas y no fuego / que exhiben las intimidades de su ego / y con aires de profetas en destierro / se ajudican un rol de mensajero.”


La primera literatura producida por la humanidad es la Poesía Épica que, aunque de un carácter eminentemente narrativo en sus argumentos, marca un tono discursivo que solo puede compararse con imaginar cómo hablarían los dioses en el tiempo antes del tiempo, en el estadio mitológico que precede a la Historia del hombre. Son Libros, con mayúscula, que poetizan el origen del mundo y los mitos fundacionales de las culturas. En esa sintonía, Luis Carlos Sanabria se atreve a dialogar con la historia del dogma y con el poder del “verbo divino”, aquí y ahora, cuando y donde, para bien o para mal, no es lugar para profetas.

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