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Un mexicano encuentra una imagen del futuro en Bolivia

Reseña de Altiplano (El Cuervo, 2022), una crónica de Alain-Paul Mallard sobre sus vivencias en el Salar de Uyuni, Oruro y Potosí.


Los cronistas extranjeros –la mayoría, presumimos– dejaron de ver a Bolivia con paternalismo; ahora la narran desde un plano horizontal, desde un mismo nivel, lo que no impide ciertos deslices: la irresistible tentación por lo “exótico” o por exotizar a la fuerza personajes, costumbres y paisajes. Lo indígena (en toda su acepción), las polleras, las idiosincrasias, la pobreza y la marginalidad son ineludibles en los textos de cronistas de hoy, como lo fueron ayer.


Dicho esto, Altiplano (El Cuervo, 2022) de Alain-Paul Mallard, es una fresca y original mirada de Uyuni, Oruro y Potosí. El mexicano (no es francés, no lo parece físicamente, y esto es importante a la hora de apreciar su interacción con la gente) repara, sí, en lo “exótico”, pero solo de paso. Se detiene en momentos, observaciones, expresiones y anécdotas que le sirven de pretexto para decir algo más; para contar, siendo precisos. Los buenos cronistas cuentan, atrapan al lector valiéndose de la oralidad escrita. Mallard lo hace.


Nos detendremos en “Calcar un destino”, el texto central y más largo. Es una aventura de asistencia (en sus dos acepciones) en el Salar de Uyuni: la rígida y perfeccionista fotógrafa neerlandesa Scarlett Hooft Graafland, el estrafalario contacto boliviano, Gastón Ugalde, y los asistentes-proveedores bolivianos, además del propio Mallard, claro está, que corretean consiguiendo materiales, sujetando telas, pintando promontorios de sal, recogiendo encomiendas y más… todo en afán de sacar adelante el proyecto fotográfico de Graafland.


¿Qué contar sobre un maestro contador? Unos textuales ordenados cronológicamente dicen mucho y bien del contenido y, sobre todo, de la impronta del cronista.



Lo “exótico”:


Dispersas aquí y allá entre basuras y cascajo, figuras en cuclillas. Defecan bajo el helado sol de la mañana. Me asombra que sigan con la mirada, sin inmutarse, el polvoriento paso de nuestra camioneta. Será por los vidrios polarizados. O bien porque lo que me incomoda como impúdico no es, en el áspero descampado, sino llana, fisiológica cotidianidad. (17)


El paisaje:


“Tras el parabrisas, un vertiginoso abismo horizontal, una vasta planicie blanca que la mente, al confrontarla por vez primera, se obstina en leer como hielo”. (18).

El salar no es, claro está, otro planeta: es el nuestro, tendiéndonos acaso una imagen del futuro”. (20)


El momento:


“Nada halla el viento en qué frotarse para silbar o cantar. Barre el polvo y las basuras hacia las lindes, dejándolo todo inmaculadamente limpio. Una pureza de muerte”. (24)


La observación:


Cada imagen es el testimonio de algo que, efímero, tuvo existencia real frente al objetivo: una silla con sal en medio de un lago muerto, un simpático iglú de naranjada, sombreros de fieltro que flotan en el páramo a kilómetros de distancia de cualquier presencia humana. (32)


La anécdota:


El salarium designó alguna vez la suma que recibían los soldados romanos para comprar sal. La historia y la evolución lingüística de las lenguas romances fueron emancipando la palabra salario de su parentesco con la palabra sal. Para Rosendo sal y salario siguen estando etimológica (y trágicamente) emparentadas. (37)


Es muy interesante percatarse del bagaje y perspicacia de viajero e indagador del mexicano. Hacia el cierre de su crónica (experimentada entre 2010 y 2011, escrita y publicada mucho después), dice: “Evo Morales no quisiera convertir el Salar de Uyuni en un nuevo Cerro Rico de Potosí. Sueña –y lucha por– una Bolivia que no exporte litio, sino baterías de litio y, ¿por qué no, si de soñar se trata?, automóviles eléctricos” (41).


Es una clara respuesta a la anécdota del inicio de la crónica cuando Ugalde trata de venderle su “rebeldía”, de instaurar sus prejuicios políticos… nada menos, ante un observador nato que, educadamente no le dice en la cara que él está viendo todo lo contrario:


“Ahora, sobre el mantel del desayuno, Gastón critica, queriendo seducirme, la retórica indigenista del gobierno:

- Claro, el folklore mejora con el tiempo, pero de ahí a creerse que uno es hijo del inca…”. (16)


Hay tres breves crónicas más: “Acariciar el cóndor”, de paso por Oruro, tras visitar la impresionante mina de oro a tajo abierto de Inti Raymi (de la que no cuenta nada), visita el zoológico, describe la precariedad y miseria de los animales y pierde la oportunidad de acariciar a un viejo y manso cóndor como vio hacer al cuidador.


“Cosas del ancho mundo: el orquestón”: también en Oruro, tras visitar la casa-museo de Simón I. Patiño, convence ($$$) al cuidador para que le abra de noche y le deje visitar las habitaciones vedadas al público. Su objetivo central (hacer funcionar una antigua y extraña orquesta electromecánica) le deja una satisfacción barata y más puede la experiencia y reflexión en torno al personaje.


“El despojo”: en el mercado de Potosí, se aficiona del poncho de un mendigo al que le da Bs. 150 por la vetusta y sucia prenda y le invita a comer una picana, mientras escucha su historia.



Para cerrar, no resisto a la tentación de hacer tres breves referencias: El cóndor y las vacas: diario de un viaje por Sudamérica (Sexto Piso, 2013) en el que Christopher Isherwood narra su visita a Bolivia y otros países de la región desde un enfoque del gringo bonachón y de mente abierta que no se da cuenta de que, de todas maneras, deja entrever su visión paternalista. De cualquier forma, vale mucho la pena leer este libro por la información y referencias detalladas de la Bolivia de 1947.


La genial Potosí (El Cuervo, 2016), una compleja y emotiva investigación, muy bien narrada, en la que Ander Izaguirre desvela la realidad de la minería, la vida en Potosí y la situación de los mineros y sus familias, a partir de su cercana relación con una muchacha y su entorno.


Chuquiago, de Miguel Sánchez Ostiz (Editorial 3600, 2018), que confirma que los no nacidos en La Paz, pueden leerla, desentrañarla, transmitirla… disfrutarla mejor que la mayoría de sus hijos. Y eso es lo que hace el navarro, viejo lobo de mar en viajes, caminatas y tertulias, pero, ante todo, en mimetizarse y dejarse absorber allá donde va, libreta de apuntes y cámara fotográfica en mano. Y allá donde va, en los últimos lustros, suele ser cada vez más Bolivia, cada vez más La Paz.


Fotografías: Scarlett Hooft Graafland

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