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El árbol de la vida

Actualizado: 19 jul

Un escrito sobre Jacarandá de Adriana Lanza, un libro que expresa una notable madurez en su discurso poético y que es la punta –de lanza– para los tres lanzamientos de esta temporada en la editorial Escándalo en tu Barca.


El árbol que concibe Adriana Lanza dialoga con el tiempo y con el espacio, con la dimensión simbólica y real de las cosas, con el bosque genealógico de las eras.  La tribu (¿qué otra cosa son, si no, las familias?), que por momentos recuerda a la enceguecida multitud del éxodo de Corazón ardiente de Gorki, y en otros es altar luminoso, se revela en todas sus facetas y reconoce su origen y su devenir. El árbol es símbolo de vida, es la proliferación en la tierra y también en el cielo, porque “tiñe el horizonte”; el árbol es fascinación, pero también espectro, peligro, sombra. El árbol nos mantiene juntos, y es también sacrificio, después de todo, “fuimos hechos para el fuego”.


El poemario reconoce y celebra “el asombroso poder de la palabra jacarandá”. El jacarandá, rotundo, robusto, engalanado, efímero, un árbol que llueve, el árbol de la vida que da vida y resguarda, como un totémico custodio de su sangre multiplicada. Lanza dialoga con las generaciones que le anteceden y con las que portan su legado. La ternura maternal y la inocencia de la hija se enhebran y solapan en una reflexión no exenta de magia. ¿No es acaso el pensamiento mágico un elemento fundante de la imaginación individual y del mito de origen colectivo?


En la segunda parte del libro, “Árbol sideral”, se explora la cualidad cósmica del árbol, que fija raíces no solo en la densa tierra sino en el etéreo espacio –interior y exterior– de donde nace todo. Con aire de desenfado Lanza lanza sus poemas como sondas que leen signos y señales en la profunda noche del tiempo. Cometas, estrellas muertas y otros seres habitan un universo más bien desconcertante que, hacia el final del capítulo, tocan la puerta de la casa, en un ejercicio circular que, si se tratara de prosa, reconoceríamos como un artefacto del terror, pero que en la ligereza –que no liviandad– de esta poética cierra perfectamente la órbita elíptica en que –por momentos– parece demorarse para “resolverse”, en un sentido más bien musical, en lo que se nos planteó desde un principio: todo está conectado, seres y astros, ancestros y nietos, árboles y hombres y mujeres son parte de una misma esencia.


Esta intención holística, que tensa su membrana cuando introduce cada vez más elementos, tonos y temas, funciona como un organismo elástico que gira en torno de sí mismo, que comporta un todo, una criatura. Así lo evidencia la tercera parte del poemario, “Ronda de animales” que, precisamente, agrega fauna a la inmanente flora, y al sugerido reino mineral de los cuerpos celestes. El bestiario que se nos presenta, con algunas digresiones formales como la orientación, en el sentido estricto, del texto del poema “Lagarto”, le permite a la autora ejercer su oficio con la manufactura de un catálogo disímil donde conviven, como alegorías o representaciones, variopintos animales.


Aunque no queda claro del todo la inclusión de la cuarta parte, “La niña en la noche (1999)”, que revela una escritura testimonial que claramente posee otra coloratura respecto a las primeras tres, conceptualmente –y en vista de que es el lector quien cierra el consabido círculo que el autor o autora abre– podríamos pensar en una precuela, en un registro casi documental de las primeras letras de Adriana Lanza (su libro debut oficial, Primer alumbramiento, no se publicó hasta 2005), que ensaya un discurso descarnado, lindante con la denuncia llana, con un impetuoso compromiso social que ciertamente no le conocíamos como lectores. Es un golpe de realidad, necesario, abrupto y sin vueltas que nos enfrenta a la ignominia a la que nuestra sociedad somete a nuestras niñas. Una herida expuesta que solo podemos sanar entre todos. En la misma línea, la quinta parte, “La yapa”, obsequia dos poemas hasta hoy inéditos, uno de ellos dedicado a Sulma Montero, cómplice en esta aventura literaria en que se ha embarcado Lanza.


Los tres poemarios de este lanzamiento simultáneo, por triple partida, de la editorial independiente Escándalo en tu Barca: Casi poemas, de Sulma Montero; Piel y cáscara, de Diana Taborga y este que nos ocupa ahora, Jacarandá, de Adriana Lanza –trabajos a los que en La Trini les dedicaremos oportunamente reseñas y breves selecciones– comparten dos aspectos que intuyo de su lectura y de su buenaventura trilliza: la cualidad vegetal y la sensorialidad. Y, no está demás decirlo, la confluencia y contigüidad semántica entre ambas.


La vida vegetal y el imperio de los sentidos se revela envoltorio, hoja, riego íntimo… piel y cáscara del goce, pues, en el libro de Taborga, donde los ojos se hienden en flores que se abren, objetos de deseo que semejan frutos que chorrean; Madre Tierra y devenir, danza nocturna de palabra “aromosa” y traslúcida en el poemario de Montero y árbol ancestro, abrazo expandido, constelación familiar en el canto profundo de Jacarandá de Lanza.


De la misma forma, lo sensorial, lo perceptual –y en cierta medida lo sensual–, configuran un horizonte común para tres escrituras singulares y, merced a su contumacia, plenamente consolidadas. Variaciones trifásicas de una “post-égloga” que contempla y enlaza constelaciones, bestias rotundas y el espíritu vital de las plantas, que celebran su poderosa raíz, pues ahondan –cada cual a su manera– en los orígenes de la vida, de la comunión, del deseo y de la naturaleza y entrevén que “en el corazón del árbol” subyace “el sonido del trueno”.

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