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Del crecimiento: a propósito de Fábulas de una caída

Texto de presentación del poemario de Emma Villazón (Editorial Subterránea, 2025) en la Feria Internacional del Libro de La Paz.

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En este pequeño texto expresaré algunas ideas sobre el crecimiento poético. Parto de la idea que comparte Andrés Ajens de que Fábulas de una caída sería un libro “en formación”: esto es, un poema cuya génesis de escritura y poesía muestra justamente el salto a la piscina de papel y consecuente chapuzón de crecimiento.


El poema más evidente de un primer salto de crecimiento se llama “Carta”. La voz poética le escribe a alguien, diciéndole “si me vieras, si me vieras hacer, si me vieras ahora…”. Leemos el signo de un desear ser sujeto de la mirada del otro. Pareciera decir: “mira cómo alzo mi mundo y cómo soy capaz de destruirlo si quisiera”. La voz desea que ese tú al que se dirige imagine el estado actual de su deseo.


Dice la voz del poema “Carta”: “Si me vieras cómo me las ingenio para caer / mas no como una rosa tan suave sin ideas / sino de silencio a silencio a un mar de silencios en los ojos / arrastrando en el cuerpo garfios, lujuria, vida / desde el sol, si supieras cómo lo hago” (23).


La voz se demora en construir una fábula fantástica de sí misma: fantasea con lo que es capaz de provocarle al destinatario. La bilocación que permite el lenguaje, el estar en dos lugares diferentes al mismo tiempo, si bien puede ser leída como el principio de toda patología psíquica moderna (idea de David Lapoujade en su libro Ficciones del pragmatismo), efectúa en “Carta” un aprendizaje que puede asociarse a los poetas que publican sus primeros versos, pues en el desdoblamiento encontramos un lugar común de la poesía juvenil que, desde mi entender, el poeta Ezra Pound ha identificado de la siguiente forma: “Los jóvenes buscan comprensión; / los de edad mediana, realizar su deseo” (Canto XXIX). En otras palabras, los jóvenes buscan tanto comprenderse a sí mismos como ser comprendidos por los otros. Por eso, en el fondo, buscan la aprobación del otro: pero no de cualquier otro, ahí está todo el asunto.


Continúa diciendo el mismo poema “Carta”: “Digo que si me vieras estar en mis noches, / de mutismo de encierro, deslizándome desde camas / a camas desde inútiles olvidos con las alas / de la destrucción, debidas al amor, / estarías tan contento, casi irreal” (23). Hay en esta poesía un mutismo sigiloso de lo que no se cuenta y una destrucción debida al amor (elementos que considero incontrolables, como en toda buena poesía): quizá sean las marcas por las cuales el crecimiento deba transitar primero. El silencio, la destrucción amorosa, ¿no son rasgos característicos con los que la joven poeta se destaca de la “derrota y la costumbre” (31)? Pero entonces, ¿cuál es el límite preciso de este reconocimiento? ¿Qué relación hay entre el ser de un adulto y el ser de un joven? ¿Cómo y por qué motivo las preocupaciones de los jóvenes se pueden decantar como análogas a la de los adultos: o es todo lo contrario?


François Zourabichvili nos dice lo siguiente (a propósito de lo que significaría el crecimiento y la relación niño/adulto para el filósofo Baruch Spinoza; está en Le conservatisme paradoxal de Spinoza, que traduzco para la ocasión):


La diferencia del infante y del adulto deviene en Spinoza pura diferencia de perspectivas: perspectiva del despertar (el infante en desarrollo), perspectiva del soñar con los ojos abiertos (seudo-adulto, infans adultus, infante petrificado de creerse adulto y de contemplar la infancia a la inversa, negativamente, desde lo alto de su ilusión y de su decepción). […] Y de la misma manera que no hay un ser-infante, sino un estado de impotencia nativa del cual al infante se lo extrae no sin pena ni sin ayuda, tampoco hay un ser-adulto porque eso sería el estado del sabio perfecto.


Según esta idea, los adultos serían niños grandes que nunca terminan de crecer. Para la sociedad esto es una quimera, es una contradicción en términos. Pero para el crecimiento poético, quizá tenga un poco más de sentido.


Hay algo mordaz en escribir poesía para devenir objetivo de la mirada del otro: quizá la voz de las Fábulas… busca encontrar en sí misma la experiencia de un equilibrio. Balance justamente entre lo que crece y lo que es: en esta falsa correspondencia se juega su multiplicidad.


En el poema “Haciéndome cargo” observamos una expresión de estos detalles: llevan al extremo la idea de crecimiento (un segundo salto), cuando se plantea una resistencia al mundo adulto, no desde la infancia, sino desde la adultez misma. En el poema hay un diálogo entre lo sucio (signos perturbadores de la realidad) y lo limpio (el acto de cuidar y de limpiar). En medio de estas dos acciones la voz se encuentra inmóvil, y quizá no se da cuenta de que el cuerpo poético está creciendo, de que la experiencia con el mundo se está desplazando. En medio de estas dos cosas, entre el acto de limpiar y la suciedad que la realidad proporciona, la voz dice: “Asumo mi tarea con sudor y culpa, / pero cuando boto las conservas vencidas por el inodoro, / me quedo allí parada por varios minutos.” (41).


Luego continúa la voz: “Es un alivio ver cómo el agua limpia absorbe y se lleva todo. / Descanso increíblemente […]” (41). Quizá la voz al abandonar ese estado de impotencia nativa que es la infancia, se encuentra con un nuevo estado donde el crecimiento se juega también como impotencia adulta. ¿No es el mundo adulto, el lugar o la prisión perfectos, donde un puede creerse ser adulto, aun cuando jamás llegará a tener una sabiduría perfecta y adecuada de la vida? Quizá la suciedad no sea más que ese mundo adulto que no deja de crecer a contrapelo de la limpieza que intenta eliminarlo. Quizá esta limpieza no sea un sinónimo de pureza o perfección, sino de descanso, remanso y crecimiento poético estratégico. Quizá el acto de limpiar sea un gesto de proteger la propia identidad, que siempre estará contaminada por el mundo del otro, el mundo adulto, que nos obliga a despertar, vestirnos, trabajar. Quizá la suciedad no es más que la otra cara de la sociedad que exige sacrificios, y limpiarnos de ese ruido signifique también una (e)lección estética.


Fábulas de una caída sí es un libro de formación, pero entendiendo el trayecto extremo de todo lo que ello implicaría. Si no hay límite para el crecimiento cualitativo de la escritura, el momento de su advenimiento a lo público construye un corte, un paso importante. Porque ya publicado la fabulación pertenece a los lectores.


En este libro encontrarán imágenes poderosas: la voz saca fotografías con la mirada, habla con su madre sobre la posibilidad de amañar sus relaciones poéticas con un astro, ama a alguien “temible y eterno” quizá porque la poesía y su cognición también es eso: la aberración de enunciar lo que solamente se puede decir de tal o cual manera, y la lectura de esa aberración. Entonces la poesía es una máscara de barro que la poeta debe sacarse una y otra vez: estrellándola las orillas del mar, o dejándola caer al abismo turbulento de la sociedad, este artefacto debe romperse en algún momento. La poesía quita vida, pero entrega vida potenciada. Para quien sabe escucharla, para quien aprende a amarla con desgarrones verbales, la poesía quizá no pueda cambiar el mundo sino es padeciendo la metamorfosis salvaje que implica alzarse con ella y levitar lentamente desde la profundidad del mar (como una anémona) sin saber si uno está dormido o despierto.


La poesía de Fábulas de una caída no quiere quedarse en sí misma, desea por el contrario acercarse a los lectores como un estado de perpetua alteración. El crecimiento poético debe ser leído también desde este punto de vista.

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