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mónica velásquez guzmán

¿Oyes tronar esas letras?

Una reseña de Tres truenos (Dum Dum, 2022), de Marina Closs, una de las novedades de la Feria Internacional del Libro de La Paz.

A veces pasa algo luminoso, sonoro, tentador y deslumbrante: irrumpe una palabra que, entre las otras, inquieta, hace temblar. Algo así provoca la obra de Marina Closs (Argentina, 1990) porque, más allá de sus inusuales temas, personajes y universos, su escritura hace estallar lo poético en medio de los transcursos de la prosa.


Tres truenos tiene tres partes, como se anuncia en el título, y existe entre ellas un curioso lazo que tiene que ver con la fuerza del deseo, con la incontrolable demanda latente en toda convocatoria a un tú, a quien se habla, y con un lenguaje que es un don en el despliegue de su fuerza poética.

¿Qué hacer con el deseo? Esa fuerza absoluta que nos emerge de la piel hacia los bordes (del cuerpo propio y del ajeno, del deber-ser y de la tentación de salirse de todo margen, de lo censurado o prohibido en ese sitio donde uno “es y se para”). En la primera historia, “Cuñataí o de la virginidad”, el cuerpo anhela ese tiempo del para-sí-mismo, replegado hacia adentro, cerrado y tiritante ante la presencia de otro que teme/anhela. La protagonista, que es un homenaje y una reencarnación narrativa del mundo de Sara Gallardo y su Eisejuaz, revela los lados menos luminosos de cualquier mitología; en este caso, la sentencia a muerte para la madre de gemelos.


La llegada a la sexualidad, con un marido de orientación procreadora, y con un desconocido hombre blanco y paraguayo de vocación gozosa, en un doble encuentro pecaminoso que confirma la superstición de infidelidad que según su cultura delataría la falta en madre de gemelos, confronta al público lector en varios niveles: ¿qué es el deseo sino la narración de sus prohibiciones en la cultura a la que pertenecemos?, ¿señal de qué es ese niño que parece haber robado a su hermana de vientre no solo la vida sino el valor de sus vidas signadas a su vez por quien porta el gen blanco (él) o el gen guaraní (ella)?, ¿qué se hace con el cuerpo de otra mujer, la cuñada, si algo de su desnudez alerta nuevos y desconocidos placeres que Cuñataí teme y rechaza aunque también mira con curiosidad?, ¿cómo se entiende que un hijo nazca de una herida en su madre y no de su apertura?, ¿cómo pertenece un cuerpo a un hospital, cómo se recibe una hija muerta encerrada en su frasco de formol?


La protagonista dirige su historia a una señora a quien pide alimento a través del portero eléctrico. Esa palabra dirigida a una interlocutora sostiene el aliento del relato porque paradójicamente dota de sentido una vida que acabó siendo para nadie. El marido está muerto, el hombre que la poseyó en el monte vuelve a su esfera de desconocido, la hija muere, su hijo es dejado por ella en manos de su cuñada, su pueblo ha quedado sepultado en la condena que la excluye… ¿Puede un cuerpo perderlo todo para volver virginalmente hacia sí-mismo? “Déjeme contarle una cosa, deme plata, señorá, estoy triste”, dice ella ante una máquina y una oreja lejana que es también nuestro par de ojos leyendo. “Si usted me da, yo me callo”, interpela la voz en otra de las muchas increpaciones políticas que el relato insinúa, pues ¿es la cuota de sobrevivencia diaria lo que consigue postergar el relato de una vida, distraerlo de sí, como los otros, como la piel?


La virginidad, lejos de los altares y de su consagración eclesial, es acá una potencia de lenguaje. Si la madre, temerosa de la poca forma femenina de Cuñataí, “me miraba la vagina para ver si estaba”; si abrir el cuerpo es sangrar, es doler, es “empezar tu placer”, “desencadenar al hijo”. Si la palabra está atravesada de misteriosas resonancias; este cuerpo y este lenguaje dejan a la “señorá” y a sus lectores temblando, oyendo cómo late allí un anhelo de esa “otra sed”, “otra piel” que fue alguna vez ella para sí-misma.

“¿Cómo se entiende que un hijo nazca de una herida en su madre y no de su apertura? (…)¿Puede un cuerpo perderlo todo para volver virginalmente hacia sí-mismo?”

La segunda historia, “Demut o de la paciencia”, mira el amor incestuoso a través de una pareja de hermanos alemanes, migrantes, que tortuosamente llegan atravesando todas las aguas hasta un sitio remoto en Argentina donde las palabras de la iglesia acabarán con ese lazo por estar ‘condenado’. ¿Qué tremendidad puede dormir en el deseo/amor por el semejante, por el igual, por el hermano de carne y de sangre?, ¿qué paciencia aguardará una sangre que tarda, quizás para salvarlos de una progenie maldita, un esposo que no toma a su mujer, una palabra que no concluye en sentido, una fertilidad que no es fecundada, un olor a jazmín que no acaba de dar terruño. Demut acepta la narración y se aparta del hermano. Mucha es su peripecia porque el relato que condena su deseo no logra poner otro cuerpo en ese lugar. Un esposo viejo no reemplaza el ardor, unos niños ajenos no afloran la fertilidad latente de un útero, la moraleja no sacia.


También en este caso el relato se dirige a alguien: “hola, yo me siento y le hablo”, “quédese y escúcheme”, se le pide a un “señor señora”, extensión indeterminada de la fuerza del lenguaje cuando se despliega ante otro. Se trata del desafío de escuchar el deseo y su interdicción. Oír el hambre del migrante y el hambre del cuerpo insaciado/insaciable en su deseo. Ni para el viajante ni para el deseoso de su hermano hay sitio, “no había lugar sino distancia”. Ellos portan una piel despierta y ardida, una lengua balbuceante y un estómago que cruje. Solo la música, que no es otro lenguaje sino una piel entre pieles, sana, aunque sea sabiendo que “escaparse es hermoso y morir es lo único que no tiene remedio”.

“Oír el hambre del migrante y el hambre del cuerpo insaciado/insaciable en su deseo. (…) Ellos portan una piel despierta y ardida, una lengua balbuceante y un estómago que cruje."

La tercera parte, “Adriana o del amor verdadero”, guarda varias diferencias con los anteriores. Menos extranjera es esta mujer deseante, dedicada a coser el vestuario de los teatros, a anhelar la música, escribir secretas historias o convocar cuerpos ocasionales. Es también menor la sofisticación de su lenguaje y en este caso la interlocución es reemplazada por el monólogo. Pese a ello, la protagonista desafía al experimentar las irreverencias, impotencias y negociaciones de las pieles. “Si querés acostarte conmigo, tenés que desabotonarme la ropa, después besármela y después volver a ponérmela” es una frase del tipo de las que dice Adriana, en las que se cifra lo que tomamos y lo que reponemos del otro/a y de nosotros mismos. Y es que, así como la desnudez no existe como tal (Agamben), el cuerpo desnudado está siempre re-vestido de algo que en él proyecta quien mira. Así pensado “el verdadero amor no es una persona, sino un gesto en el cuerpo. Cuando Giselle estira los brazos, cuando yo trato de tragarme algo, siento verdadero amor”. La locura del deseo, el desafuero de sí en el amor, no son sino el medio para hallar el grito (vital y mortuorio), el “todo temblor”, la fuerza de lo vivo desgarrando cualquier discurso.

“El verdadero amor no es una persona, sino un gesto en el cuerpo. Cuando Giselle estira los brazos, cuando yo trato de tragarme algo, siento verdadero amor.”

Estos truenos-historias suenan y anuncian lluvias, humedad. Deslumbran en su aparición breve, como toda intensidad. Frente a escrituras como ésta (no hay muchas así), el lenguaje se vuelve a aparecer violento/violentado, bello en todo su desgarre. Si nos han adoctrinado con la virginidad y su sobrevaloración, valdrá la pena repotenciarla en cuanto a la relación de un cuerpo para-sí, lejos de su valor simbólico y social del guardarse para-otro. Si la paciencia es una de las virtudes fomentadora del esfuerzo, la constancia y la derrota de las urgencias, aquí ésta reviste otra cosa: la pausa en que se intenta obedecer discursos y leyes mientras el deseo/amor se suspende. Detención provocada, también, por oír a los otros más que a la propia piel. Tarda el migrante en llegar a pisar tierra; tarda el amor del incesto en volver a mirar el rostro familiar con las pulsiones negadas pero reales, profundamente conmovedoras. Se habitará el amor verdadero, pero no en ideal alguno, si acaso en un gesto, en un poderoso perderse de vitalidad.

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