Una crónica del más reciente concierto del Papirri, alias Manuel Monrroy Chazarreta, en Cochabamba, un testimonio de cómo su música trasciende no solo fronteras sino también generaciones.
La noche en El Mesón del Cantor fue una cita marcada en mi calendario con un círculo rojo de anticipación y emoción. El Papirri, (el artista que ha musicalizado la banda sonora de mi vida, desde los tiernos días en el vientre de mi madre), se presentó en un concierto que no era solo música, sino un viaje emocional a través de sus discos y las historias plasmadas en sus libros. En mi emoción, fui la primera en reservar mesa, asegurándome el mejor lugar para lo que sabía sería una noche inolvidable.
Cada melodía era un capítulo, cada letra un recuerdo, un paisaje de mi propia existencia. Desde la infancia hasta mi adultez, sus canciones han sido las fibras que tejieron mi identidad. Con cada nota, El Papirri me llevó por un camino de nostalgia y descubrimiento, recordándome por qué su música resuena tan profundo en mi corazón. Cantaba cada canción con ímpetu y pasión, como si cada letra emanara directamente de mi ser, viviendo cada momento a plenitud.
Cuando comenzó con "La historia de Maribel", las lágrimas brotaron inevitablemente. Esta canción fue mi introducción al feminismo, una revelación de fuerza y esperanza. Cantar junto a él, "Que el patriarcado se acaba, el mundo ya no es el mismo", fue un momento de liberación, una promesa de cambio cantada lleno de esperanza. Sus canciones son un refuerzo y recordatorio constante de la lucha social, un eco poderoso en la vida de aquellos comprometidos con el cambio.
El éxtasis musical se encendió con "Del amor su bailecito", una canción que danza entre la simplicidad y la complejidad de las relaciones amorosas. Me recordó cómo el amor es un equilibrio delicado, hermoso y esencial, una lección que resonó con la dulzura y el ritmo de su música.
La nostalgia se hizo vívida cuando sonaron los primeros acordes de "La histórica". Las palabras se transformaron en imágenes vivas. Y cuando tocó "La huacataya", el ambiente se electrificó. Todos en el recinto, incluyéndome a mí, bailábamos en nuestras sillas, sonreíamos y cantábamos con un júbilo compartido que solo la música de El Papirri puede evocar.
La emoción alcanzó un nuevo pico cuando anunció y tocó su nueva canción. Me sentí como una niña pequeña, vibrando con la anticipación de descubrir un nuevo tesoro, un nuevo himno que, sin duda, sería la primera en escuchar y apoyar.
El Papirri es más que mi cantautor favorito: es un refugio, un maestro que me ha enseñado a abrazar mi bolivianidad desde el alma, y a aceptar mi forma única de vivir y sentir la vida, que me enseña a relajarme y aceptar mis propias contradicciones.
La noche en El Mesón del Cantor fue más que un concierto; fue un reencuentro con mi propia historia, un espejo de mi evolución personal acompañada siempre por la música de El Papirri. Estoy profundamente agradecida por tener su arte como guía, como consuelo, y como una constante celebración de la vida.
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