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Juan Cristóbal Mac Lean

La bicicleta de Josef K

Juan Cristóbal MacLean, poeta, ensayista y pintor –y gran lector de Franz Kakfa–, ofrece este precioso texto cuando el mundo recuerda –este 3 de junio– los 100 años de la muerte del autor checo, sin duda uno de los más influyentes del último siglo. Por estos días en la FIL Santa Cruz se realizan jornadas que reflexionan y comentan la obra de Kafka, con la participación de destacados autores y autoras nacionales e internacionales.


Al principio de El proceso de Kafka, Josef K es “arrestado”, sin más y sin saber por qué. Dos tipos que han entrado a su cuarto, a su casa, se lo anuncian y se dicen sus guardias, se comen su desayuno, hablan de la ley. Atufado, algún momento K abre un cajón buscando algún documento y el primero que encuentra es una licencia de conducir bicicleta (Radfahrlegitimation), que finalmente ni la muestra. Esa licencia no vuelve a mencionarse ni tampoco, en el resto del libro, vemos ninguna bicicleta. 

 

Pero si Josef K se pasó el trabajo de sacarse una licencia para bicicleta (¡y se la habían concedido!), forzosamente debemos deducir que sí tuvo una bicicleta. No nos lo imaginamos, sin embargo, pedaleando a ningún juzgado o catedral. Ello no quita, sin embargo, que la bicicleta, aunque nunca se sepa de ella, igual quede ontológicamente posicionada, entre las posesiones, siquiera virtuales, de Josef K.

 

Al fondo mudo del propio lector curioso, es toda una bicicleta la que aparece, nada más que a partir de una licencia de conducir una. Esto quizá a algunos les parezca un abuso. Que eso es querer agarrar hasta el codo cuando se tuvo solo la mano, dirán. Ocurre como con la ley o, simplemente, como con la literatura, aunque ese simplemente no sea tan simple. La ley está, existe, pero es invisible, inalcanzable, está infinitamente lejos. La bicicleta, a su vez, solo existe dentro de lo que se llama literatura, aunque esta, en una de sus carambolas más profundas, toque los propios márgenes de la literatura, acercándose a enigmas cuyo lugar de enunciación más natural suele señalarse que son los escritos religiosos, mejor si provenientes de la tradición judía. Para algunos, en efecto, la escritura de Kafka merecía ser vista como una pieza heteróclita de la Midrash, un desprendimiento de la Halajada.

 

Pero al mismo tiempo, Kafka, se dice estar “en los vergonzosos bajos fondos de la literatura” (23 sept. 1912), mientras afirma, constantemente, que nada que no sea la literatura le interesa particularmente, y es definitivamente en ella que deposita sus esperanzas de salud. En ningún momento en cambio, ni en sus diarios ni en sus cartas (que no conocieron ni Benjamin ni Scholem), hay menciones explícitas, dignas de consideración y referidas a escritos religiosos. El mismo nombre de Dios suele ser evitado.

 

La catedral al final de El proceso pertenece más a la arquitectónica del mismo proceso que a una confesión. Apenas se ven un par de cruces, mientras el púlpito secundario desde el que se pronunciará el capellán “era tan pequeño que a la distancia parecía el nicho vacío de una estatua”, mientras poco antes de ser interpelado, K siente que las dimensiones de la catedral bordean los límites de lo “humanamente soportable”.

 

Y aunque se mencionan “las escrituras”, el único “libro” que se ve, lejos de ser una Biblia, no es nada más que un álbum de fotos turísticas que llevaba Josef K. La impropiedad topográfica del álbum recuerda la impropiedad de los cuadernos obscenos que manejaba un magistrado.

 

El púlpito, el álbum, la bicicleta: todo nos autoriza a considerarlos como objetos pertenecientes a la literatura y nada más. ¿Pero qué quiere decir “nada más” aquí? ¿Y a qué le viene mencionar otra vez esa bicicleta? Aseguremos, en todo caso, que no se podrá decir que sea una bicicleta “inexistente”, aunque tampoco se puede dar por zanjado, así como así, el hecho de su existencia, que vemos avanzarse hasta el punto de aparecer en estas líneas. ¿Y a qué le vendría mencionar otra vez a esa “supuesta” (nótese la palabra) bicicleta? ¿No hay aquí un malentendido?A la hora de preguntárnoslo, nada como escuchar al abate al final del proceso, que llegado el momento hermenéutico y desarrollando el apólogo sobre “Ante la ley” que acaba de verter, le comunica a K. que según algunos “comentaristas”, debe tenerse en cuenta esta precisión esencial:“La percepción correcta de cualquier asunto y cualquier malentendido sobre el mismo asunto, no se excluyen completamente”.

 

Esa observación, no podemos dejar de advertirlo, fácilmente podría aplicarse a la observación de una partícula cuántica y tal como, no muy lejos de Praga, lo estaban descubriendo entonces. Onda y corpúsculo, blanco y negro.

 

Ahora bien, en tanto que casi-nada, en tanto que apenas o solo supuestamente existente, la bicicleta tiene un estatuto ontológico, para el lector, semejante al que tiene la ley para los personajes de cuyas tribulaciones se entera.

 

Otro “comentarista” del texto “Ante la ley”, esta vez Derrida, aclara que de la misma ley “No se debe saber qué es ella, eso que es, dónde está, dónde y cómo se presenta, de dónde viene y de dónde habla”.

 

Nosotros los lectores de El proceso como libro de literatura, (¿solamente?, –esa pregunta siempre nos perseguirá), nunca sabremos nada de esa bicicleta, ni siquiera si la hubo, pues en el peor de los casos, pudo haber sido nada más que un proyecto. ¿Cuál sería, entonces el modo de existencia que podríamos adjudicarle a esa bicicleta? Pues ya sabemos lo que dicen los comentaristas: no se excluiría ni que existiera ni que no existiera.

 

Sea como fuere, ¿hemos de dejar entrar esa bicicleta, con toda su indecibilidad ontológica a cuestas, aquí donde se discute la literatura de Kafka? La respuesta a esta pregunta se halla en una especie de microcuento perfecto, de esos muchos que Kafka escribió en sus cuadernos (que las editoriales se empeñan en llamar Diarios). En este, del 14 de octubre de 1913, vemos a un “anciano comerciante” que, fatigado, se hecha descansar, cuando:

 

Se oyó un golpe sordo en la puerta.

- ¡Entre, entre de una vez todo lo que está afuera! –exclamó.

 

Y entre todo, que también entre la bicicleta que no había: sortilegio de Franz Kafka. 

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