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martin zelaya

En busca del estilo perdido

Una lectura de El estilo de los elementos (Random House, 2023) de Rodrigo Fresán. Un raro artefacto novelado que pone en entredicho los lugares comunes en torno a la autoficción.


Land crece en los 70 –con una extraña lucidez y racionalidad y un apego excesivo a los libros–, entre la vida escolar normal y la anomalía familiar de unos padres progres de izquierda y con pocas ganas de cumplir su rol.


Crece, Land, mientras se encarama la dictadura militar, mientras acepta poco a poco la rareza de sus padres; y, poco después, mientras experimenta el exilio y el mundo real se le abre –como a todos al pisar la adolescencia– aunque nunca a la par del universo ficcional de los centenares de libros que lee compulsivamente.


Land, hijo de editores que lo avizoran (y sueñan y presionan) como escritor, tiene sus propias esperanzas, dudas e incertidumbres –como todos–, y una sola certeza total: nunca escribirá una sola página de ficción.


El estilo de los elementos es un modo de encarar, digerir, procesar cada episodio de la vida. Es, entonces, tanto ficción como memoria y recreación. Es el bagaje extenso y pleno de Rodrigo Fresán.


…el verdadero núcleo de todo libro, el auténtico protagonista, es su idioma. No el idioma en el que está escrito sino el idioma dentro de ese idioma. Eso que ahora yo busco y persigo. Eso que no es otra cosa que un estilo único dentro del estilo ya reconocible y propio de su autor: su elemento secreto, su lenguaje aprendido… (44)


En esta novela de 716 páginas, el escritor argentino se lanza a un proyecto narrativo totalitario: pretende abarcar el todo: ideas-pensamiento-detalle-circunstancia-memoria-contexto-referencia…, mientras registra el detalle: momentos, sucesos y ciclos; mientras toma consciencia del transcurrir del tiempo, para recién así, desde allí, propiciar el enfoque global.


El descubrimiento y comprensión (desilusión) del mundo y la gente; el desencanto de su país, su familia y las ideologías sean cuales sean; los despertares de la adolescencia y sus reveses; el enamoramiento inocente, el dolor y el atisbo de la sexualidad; los engaños y desengaños que dan pie a la madurez; y el eje transversal total: la entrega desquiciada a la lectura.


Pero –y fue ahí donde lo aprendió y lo supo– lo que se leía era mucho más asombroso que lo que se veía. Leer de cerca era ver más lejos. (65)

…al leerlo, se olvida de que está leyendo; porque, de improviso y sin esperarlo, ya no lo lee ni lee todo eso sino que lo vive: lo vive leyéndolo. Land no tiene un libro en sus manos sino que Land está en manos de un libro. (83)


Su vida, sus obsesiones (de Land/Fresan) son, claro está, el punto de partida. La autoficción matizada para demostrar, una vez más contra modas y convencionalismos, que no se puede proscribir per se un género, estilo, modalidad.


De inicio –y con puntuales retornos a lo largo de la novela– Fresán escribe “en difícil”, como una apuesta estética y política (¿acaso no lo es todo libro, y muy especialmente este?): pero también como una suerte de provocación: exigir a tope al lector, desafiarlo, no con otro propósito que el de proponer una impronta: el lenguaje como summum y reflejo total del universo de Rodrigo Fresán persona(je)-escritor-narrador[1].


Las primeras páginas/minutos de todo, tanto de un libro como de una relación con cualquier persona (y, paradójicamente, pocas relaciones más personales existen que las que se entablan con un libro al alcance de cualquiera), deberían exigir, siempre, un cierto esfuerzo y proponer una cierta dificultad. Una laboriosa como grata –no apremiante sino premiante– conciencia previa al de verdad conocerse o reconocerse en aquello que no tenía ni tiene nada que ver con uno pero, de pronto, ya es parte de la propia vida. (22)


El autor plantea su estilo-estética –insistimos– que, guste o no, es original, suyo. Luego fría y lentamente cuenta una historia de vida (¿la suya?) lo que, si bien como dicen los detractores de la autoficción puede parecer petulante y poco interesante (y en muchas ocasiones lo es), en realidad es como todo: depende del cómo. Todos vivimos, existimos, generamos experiencias e historias, pero muy pocos pueden sacar de esa (su) realidad una buena ficción. Y es que esta (la realidad), está visto, puede hasta con la más portentosa imaginación. Pocos como Fresán y algunos otros pocos, pueden, precisamente, explotar de esta manera la imaginación y hacer legible y disfrutable la simple y burda historia de su vida (matices más, matices menos).


La realidad mal escrita no se puede corregir porque sus autores son personas incorregibles. (200)

Todo lo anterior que te dije en cuanto a la ficción y a la lectura, a lo real y a lo irreal, al entender y al no entender, se entiende –si no lo entiendes aún– que vale para todos los órdenes de la vida… (204)


Eso sí, esta novela está hecha para lectores con callo; profanos muy difícilmente pasen de un par de decenas de páginas.

 

 

[1] Los retruécanos y juegos de palabras, que en este caso además del planteamiento estilístico, responden sobre todo al mundo interno, al bagaje particular del novelista, refieren y remiten (y mucho) al similar recurso narrativo de algunas prosas de Jaime Saenz quien, además de su sello propio, recogía así improntas colectivas formadas en y desde La Paz.

 

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