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Carta a Gustavo Medinaceli

Texto leído por la autora en un homenaje por el centenario del poeta potosino.



La Paz, 5 de diciembre de 2023

 

Querido Gustavo:


Disculparás la confianza, pero entenderás pronto el sentimiento y la cercanía. Hoy te celebramos y al releer tu obra oí clara y burlona tu voz pidiendo opiniones y novedades. Así que me copio de las mañas de Eduardo Mitre, quien hace unos años le escribió a la Susana San Juan de Rulfo y nos regaló un alfabeto para hablar con nuestros muertos.


Aunque lograste retirar de casi toda biblioteca tu primer libro, la Señorita X, algo de ella quedó citado, hermanado con Tamayo, con tus primeros intentos por torcerle el cuello al lenguaje alterándole su sintaxis y añadiendo neologismos a su diccionario, como quien añade un orden renovado y unos sobresaltos contra la costumbre. Así que llegaste desde Potosí, del brazo de tu madre, la bárbara María. Y entre tus cosillas, embalaste bien la fuerza de esos que llamándose bárbaros llevaron la cultura a las ciudades de los años veinte, tomada por la cinturita, a caminar por calles, barrios, teatros y veladas. ¿Te han contado que ahora, hace un par de años en tu ciudad natal, un grupo de muchachas y muchachos tomó la posta y armó un festival llamado Potosí en los balcones? ¿O que aquí mismo en La Paz, estuvimos oyendo a tu amigo Julio de la Vega, a Héctor Borda, a Armando Soriano, sentados en pleno Montículo, leyendo al aire libre, como quien todavía cree que nunca faltarán oídos para los versos?


Antes de que me olvide, por favor saluda entrañablemente a Emma Villazón que voló tan pronto dejándonos sus Temporarias y otros asuntos entre Chile y Santa Cruz; a Rafael Peña tan precoz y tan agudo, quien migró desde tierras bajas llevándose su potencia poética, al Guillermo Bedregal y su altura y, por supuesto, al querido y extrañado Edmundo Camargo, cuyos ojos también encontraron en las imágenes y en el surrealismo caras familiares donde situar su nombre y el azar. De eso te hablo en un ratito.


“Efímeros” llamó Cachín Antezana en un ensayo-homenaje a poetas que pasaron raudos por la vida y por las letras, dejándonos apenas su estela y la ansiedad de ver a dónde hubiesen llegado. Efímero, sí y pasajero, tu paso corporal; pero tan largo el aliento de tus palabras y tan potente el viento de tu memoria que aquí nos tienes, celebrándote el centenario como si tal cosa. Nada de “juajua” ponte serio que tengo en frente a familiares y amigos; aunque los oigo también reír, ¿qué nomás se habrán acordado de tus diabluras? Sigo.


Tu Polícromas, en cambio, me pareció un tenso libro lleno de búsquedas. Como varios escritores publicados en la juventud dejaste ante nuestros ojos lectores la exploración y no la llegada al tipo de verso que anhelabas. Así inicias, medio baudeleriano, desafiando a tus lectores y sus habilidades para ir andando por tu libro. De ahí te desplazas, se te edulcora la voz por andar leyendo a Bécquer, sales de allí y te vuelves un provocador de motivos que tampoco te complacen. Vuelves a girar y te nos vas al ritmo, haciendo poemas que bien pueden ser una canción. Y más todavía, migras al centro del buen país nuestro y te ahondas rindiendo homenaje a la patria. ¿Qué te dio cada uno de esos caminos?, ¿qué te permitió oír la radio mientras leías a tus admirados y oías a Eduardo Caba y oías, además, a tu amada Betsy, juntando con tu voz la suya, con unos versos otros más secretos? Perdona, me tentó el chisme. Sigo.


Ya póstumo nos llegó tu tercer libro, Cuando su voz me dolía. Allí ya estás vos de cuerpo entero, poeta tú tan vegetal como inicial, como un lunes encarnado o como un Preludio que saluda y se escurre entre las calles. El amor, ese que parece haber sido el detonador de todo tu imaginario, vuelve en las figuras de la amada y de la niña. De alguna manera aquí ya se aprecia una oscilación entre los afectos provocados por la acumulación de emociones contadas, dirigidas a una de esas figuras, y la polución de imágenes más surrealistas, azarosas, caprichosas y brillantes. Quizás porque junto a una tradición romántica “amamantada de desgarros”, como dice Libermann en el prólogo, amanecía ya entre tus dedos una voz anclada en los sueños, los delirios, los juegos del lenguaje y su fiesta de posibilidades. La pulseta entre la vida y la muerte aparece a favor de una u otra en varios textos. Me permito citarte: “los sepultureros tatuaron/ a esta niña sobre mi corazón/ como una abreviatura de la angustia”, dices. ¿Por qué los oficiantes del morir dejarían una vida inicial en tu pecho, por qué esa reciente existencia te resumiría la angustia de quien no ve el futuro? ¡Las cosas que haces pensar!


Si dentro de la niña hallaste al hombre, dentro de este sentiste olvidado al mismo Dios. A ese al que dices no haber buscado, pero haberlo llevado siempre “anudado en la corbata”. Viste lo sagrado en lo cósmico inmenso y en lo concreto que sostenía tu pie, saciaba tu hambre o endulzaba tu pan; lo viste también entre los cuerpos amados, deseados y ensamblados con tu alma.


Me interesa que me cuentes, dale, escribí un poco y pronto, cómo trabajabas las imágenes, si conociste a Breton o a Éluard en tus incursiones parisinas, si con ellos imaginaste un reloj que, equivocado, lame la pared, o una danza de “esqueletos verdes/ de algunos árboles-hombre”. Si fue más bien a Vallejo a quien le seguiste los pasos hasta llegar al lunes, ese que calificaste como “primero de la luz”, como “de siete pisos”, “menor de edad”, “descalzo esta mañana”. Si fue con García Lorca, con Camargo, con el propio Julio de la Vega con quienes jugaste a las asociaciones libres, al aire y al humor con que te viste “Medinaceli en todo”, tan para doña Ximena, sí, sí te oigo, también tan doña Carola.


Copio tu verso, muy vallejiano por cierto y dices “hoy amanecí seguramente/ muerto”. Y no dejas de amanecer, ¿te das cuenta?, más vivo que ausentado, que perdido, diría doña Adela. Dijiste que “habría que tener el alma sin colmena”, justamente tú tan árbol que todavía tu sombra nos alivia los veranos. Te imagino cuando dices que tu “brazo izquierdo busca una ventana para el río”, ¿habrá buscado el derecho una página para el tiempo, que por eso te seguimos oyendo, cada inicio de semana o de poema, cada inicio? Dices: “yo no sé cómo, la mamá diurna, vespertina, / se convierte en algo que se parece al pan, / a las sábanas sucias / al grifo del agua” y a mí se me emociona el sentido viendo a esa madre que sacia el hambre, que acoge sudores, que calma la sed, concreta, enorme en un amor desmedido al que frecuentemente regresaste.


Hoy aquí y en tu nombre, oímos de cerca, volcadas, dos risas, cuando menos, la tuya, la de Julio. Y unos pasos que nos llegan subiendo desde la 20 de octubre, bajando desde el Montículo y abrazándose más o menos por esta puerta del actual Patiño. ¿Será que nos sobrevuela tu fe y tu exaltación o serán nuestras memorias hablando con tus palabras como si nos pertenecieran? Ven nomás, querido Gustavo “que tenemos que hablar de tantas cosas, compañero del alma, compañero”, canta Hernández o cualquiera de los presentes-ausentes.


Abrazo fuerte, te mando. Contesta pronto que, como va el mundo, mañana serán otras las condiciones y otros los lunes que anhelaremos, con cariño lunar, Mónica

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