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Borrar todo rastro de haber sido

Actualizado: 5 abr 2023

Antes de leer este comentario sobre Stella Maris, de Cormac McCarthy, le pedimos gentilmente que leer primero aquí la reseña a El pasajero (primera parte de la saga publicada en único volumen) que el mismo autor escribió para La Trini hace pocas semanas.


Si tuvieras que decir algo tajante sobre el mundo en una sola frase, ¿qué frase sería?

Esta: El mundo no ha creado una sola cosa viva que no tenga intención de destruir. (454)

Stella Maris, Cormac McCarthy


1972. Alicia Western, de 21 años, entra voluntariamente en el sanatorio mental Stella Maris y empieza las rutinarias sesiones de entrevista con su psiquiatra.


Con una inteligencia excepcional y un humor retorcido se lanza a soltar, primero con mucha reserva e ironía, luego –abierta ya ante la inminencia de lo inevitable– con extraña soltura, los detalles de su corta e intensa vida, las claves de su encrucijada, a partir de sus experiencias con “los Hortes”, los personajes de sus vívidas alucinaciones esquizofrénicas, de su relación con su hermano Bobby y de las pocas experiencias trascendentales de su niñez y juventud.


190 páginas –intensas, complejas– de diálogos y remembranzas. Esa es toda la novela, Stella Maris (Random House, 2022), la segunda parte de la saga que Cormac McCarthy publicó a fines del año pasado, en dos tomos separados con pocas semanas en su lanzamiento, en EEUU; en uno solo en España y América Latina. Lo demás es reflexión, provocación, una osada y pesimista meditación de McCarthy acerca de la evolución –degeneración, acaso– de la idiosincrasia ontológica de la humanidad, desde siempre y sobre todo en las postrimerías del siglo XX.


En las mujeres la historia de la locura es singular. Desde la brujería hasta la histeria solo somos una mala noticia (…) Que yo no haya acabado encadenada a la pared de un calabozo o quemada en la hoguera no es un testimonio de nuestro civismo en alza sino de nuestro escepticismo en alza (…) Cuando este mundo hijo de la razón sea liquidado por fin se llevará a la razón consigo. Y tardará mucho tiempo en volver. (567)


La excepcionalidad aísla y condena. Alicia es demasiado inteligente y capaz como para poder amoldarse a cualquier círculo o entorno. Triple marginación: su “locura”, su sino familiar y su fijación por su hermano mayor.


Sin abandonar el sesgo existencialista de El pasajero, la indagación filosófica ahonda, en esta segunda parte de la saga, más en lo ontológico, pero además en lo fáctico y pragmático de la vida. Alicia no sufre, no tiene remordimientos ni temores. Apenas, eso sí, puede con los sentimientos, tan genuinamente racional como es; tan cerebral que se desborda.


El sueño nos despierta para decirnos que recordemos. Quizá no hay nada que hacer. Quizá la pregunta sería si lo terrorífico nos advierte acerca del mundo o acerca del que lo sueña. El mundo nocturno que uno abandona de golpe al despertarse sudando y boqueando. ¿Se despierta uno de lago que ha visto o de algo que uno es?


¿Esa es la pregunta?


O quizá la verdadera pregunta es simplemente por qué se empeña la mente en convencernos de la realidad de algo que carece de ella. (558)


Alicia halla en la “locura” el único escape. Su mente es tan poderosa, su conocimiento y sus capacidades de aprehensión son tales que la superan. Empeora su situación el no haber vivido nunca una vida “normal”, familiar.


Me he escaqueado un poco, es cierto. Lo que quería era ser una niña. Lo que quiero de verdad. Si tuviera un hijo entraría en su cuarto por la noche y me sentaría allí. En silencio. Le oiría respirar. Si tuviera un hijo la realidad me traería sin cuidado. (443)


En contraposición a la soledad y fuga permanentes de Bobby, protagonista del primer libro, ella no necesita huir. Ni lo intenta. Se sabe imposibilitada. Lo sabe todo, lo es todo. Y sabe, entonces, que la única forma de abstraerse es no siendo. Su destino está marcado.


Si uno pudiera esfumarse con solo chasquear los dedos, ¿cuánta gente lo haría? ¿Qué le parece? Borrar todo rastro tanto de ser como de haber sido.


No lo sé. Menos de las que tú piensas, imagino.


Desear no haber existido nunca. Que, una vez más, no es lo mismo que dejar de existir. ¿Quién fue que lo dijo? ¿Anaximandro? ¿Lo mismo para quién? (459)


McCarthy se explaya, como siempre, en sus descripciones, en el detalle. Pero no es una simple relación de cosas, personas o hechos: cuenta y piensa a la vez, y lo comparte de manera magistral, con precisión, erudición y rotunda claridad. Directo y realista, lo que no impide una innegable connotación de inminencia que deja flotando un halo metafísico.


Recuerdo que sequé las lágrimas que habían caído sobre la tapa de pícea del Amati y que luego dejé el violín sobre la cama y fui al cuarto de baño para remojarme la cara. Pero me eché a llorar otra vez. Me venían a la cabeza estas palabras: Qué gran obra es un hombre. No podía parar. Y recuerdo que dije: ¿Qué somos? Allí sentada en la cama sosteniendo el Amati, que era tan bello que casi no e lo podías creer. Era la cosa más bella que había visto nunca y no podía comprender cómo un objeto así podía siquiera ser real. (489)


En este caso, además, demuestra un dominio asombroso de matemáticas, física y un respetable bagaje filosofal. Es, el autor de la fantástica Suttree, un viejo sabio que, lejos de sucumbir al debilitamiento de la edad, hace gala, a sus 89 años, de una lucidez pasmosa para refrendar su escepticismo y su frialdad para transmitir una mirada sombría del hombre en su paso por la vida y su interferencia con la naturaleza.


Ambos libros dejan un halo de desazón, pero sin moralina o fatalismo. Bobby sufre como pocos, pero no deja que su derrota interfiera con su rutina, en la certeza de que, finalmente, lo menos peor es seguir durando, tratando de mantener vivo el recuerdo de Alicia.


Ella, en cambio, lejos de sufrir en el sentido total de la palabra prefiere –fría y pragmática– ir por lo lógico, lo irreversible. Irse. Evitarse lo peor.


Si uno no sabe qué es la vida –y no lo sabe nadie–, entonces no se me ocurre de qué manera se podría caracterizar la ausencia de ella. Supongo que creemos saber dónde estamos, pero eso es absurdo a más no poder. (546-547)

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