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Un país tejido en arte

Texto que la directora del Museo Nacional de Arte leyó en la inauguración de la muestra Bolivia 200.

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El Museo Nacional de Arte es el repositorio más importante de Bolivia en su género. En 59 años de existencia alberga más de 13.500 obras patrimoniales que a lo largo de su historia han sido y son protagonistas del transitar de los bolivianos y las bolivianas. Los artistas han sido capaces de convertir el lenguaje visual en un puente para la memoria, capaz de transformar realidades, preservar culturas milenarias y conservar el patrimonio de nuestros antepasados.


Narrar la historia de Bolivia a través de los ojos de sus artistas es ligar su origen a su entorno social en su proceso creativo; implica trascender los relatos lineales, para adentrarnos en un entramado de memorias y cosmovisiones que han configurado nuestra identidad. Cada trazo, cada golpe de cincel, cada color, encierra un testimonio: una narración silenciosa que se vuelve materia para las generaciones futuras.


Estas obras no son sólo documentales, sino que interpelan y condicen nuestro constructo social desde las manos anónimas queimprimieron las primeras pinturas rupestres y el arte textil precolombino, hasta las manifestaciones más experimentales. Esta muestra artística no responde a una simple cronología de estilos, es un espejo en el que se refleja nuestra identidad, un documento vivo de la historia, un medio simbólico de preservación cultural: su poder creativo es un archivo visual.


Tras la herida de la conquista que trajo consigo un aparato para consolidar una nueva espiritualidad, los retablos, grabados y pinturas religiosas de los hoy denominados “artistas indígenas” insertaron su propio imaginario simbólico. Estas manifestaciones artísticas han reconfigurado el concepto de arte convirtiéndolo en un lenguaje heterogéneo, transformando las imágenes en un registro espiritual conectado con los sitios sagrados: los apus, las wacas, códices simbólicos que preservan en sus detalles la memoria de nuestras raíces.


En las civilizaciones prehispánicas, desde Tiwanaku hasta Chiripa, el arte estuvo íntimamente vinculado a lo sagrado, constituyéndose en soporte de una cosmovisión que comprendía al ser humano en relación profunda con la tierra y el cosmos. Lejos de ser producciones aisladas, estas obras funcionaron como sistemas de conocimiento que integraban la observación de los ciclos naturales para la vida comunitaria.


En 1535, con la llegada de Diego de Almagro a territorio andino, y de la mano de la colonización, se instauró un régimen de acritud material y simbólica; obras como la Virgen Cerro expresan este eclecticismo en el que la Pachamama se entrelaza con la Virgen María, revelando procesos de resistencia identitaria. En los talleres virreinales, artistas indígenas se apropiaron de las técnicas europeas, pero las resignificaron mediante paisajes locales, iconografías propias y sensibilidades andinas.


El proceso de extirpación de idolatrías, lejos de ser imitación, se consolidó como una afirmación de un nuevo imaginario colectivo: un discurso estético autónomo, profundamente vinculado al territorio y que responde hasta la fecha a un acervo milenario. Este diálogo de creaciones se extiende hacia las tierras bajas, donde los pueblos indígenas han sostenido prácticas artísticas que entrelazan memoria, oralidad y relación sagrada con la naturaleza. Asimismo, la presencia afroboliviana –heredera de una historia marcada por la esclavitud y la marginalidad– despliega expresiones culturales que reivindican su dignidad y pertenencia en el constructo social. En ambos casos, el arte se erige como un acto de memoria activa, evolutiva y de afirmación social frente a la invisibilización histórica.


En este camino de conmemoración, hablar sobre los pueblos costeros como los changos y camanchacas, antes de la Guerra del Pacifico, amplía la noción misma de territorio y soberanía. Sus prácticas de navegación, sus pictogramas y su tradición minera-metalúrgica devuelven al presente una herencia frecuentemente relegada, recordándonos que la cultura boliviana desborda los límites impuestos por la geografía contemporánea.



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En el siglo XIX, con el avance del Estado republicano, el arte comenzó a dialogar con causas sociales y políticas en medio de un contexto poscolonial, reflejando tensiones entre modernidad e identidad. En esta época también se revela el papel del arte en los procesos de independencia y consolidación estatal. Retratos como el de María Joaquina Costas y Gandarías visibilizan la participación femenina en la vida política y emancipadora, ampliando los márgenes de la historiografía tradicional.


La Guerra del Chaco, asimismo, inscribió en la producción artística un testimonio del sacrificio colectivo. Pinturas, fotografías y cartas –como las de Gonzalo Bedregal– no sólo narran la experiencia bélica, sino interpelan la memoria nacional sobre el costo humano y social de los conflictos.


Ingresando ya al siglo XX, las corrientes nacionalistas no fueron uniformes: mientras algunos exaltaron la figura indígena, otros cuestionaron las estructuras de poder. Artistas como Arturo Borda, con su crítica mordaz a la modernidad, o Cecilio Guzmán de Rojas, con su concepto sobre el indigenismo, mostraron que no había un único camino; la escultora Marina Núñez del Prado, al fusionar tradición y modernidad, demostró también que la identidad podía reinventarse sin perder raíz.


Cada sala de esta muestra, entonces, se convierte es un dispositivo de memoria que articula múltiples temporalidades y subjetividades. Las obras aquí reunidas demuestran que el arte boliviano no puede comprenderse únicamente como un simple ejercicio estético: ha sido un campo fructífero de ideas, un lugar donde se han confrontado visiones, enterezas y aspiraciones de un pueblo.  Es sobre todo un espacio social que nos permite mirarnos y comprender nuestro presente a través de la creación.


En tiempos en que la globalización amenaza con homogeneizar nuestras narrativas, esta muestra afirma que la historia boliviana no se cuenta en una sola voz. Se teje en plural, con contradicciones, con el pulso firme de quienes no han dejado de crear, y soñar.


La muestra Bolivia 200 no se limita a evocar el pasado, si no que convoca al presente, a repensar la identidad boliviana en constante transformación; nos invita a recorrer dos siglos de historia a través de la mirada de sus artistas que, desde tiempos inmemoriales hasta la contemporaneidad, han plasmado en sus obras la esencia, las luchas y los sueños de un pueblo.


Las obras aquí reunidas no son objetos silenciosos: son testimonios, archivos vivos que nos recuerdan que la cultura no es neutral, que está atravesada por conflictos sociales, luchas de género y rescate de un pasado compartido que abraza el arte como herramienta fundamental para la construcción del futuro.


Invitamos al visitante a recorrer este espacio como quien sigue el hilo de un relato colectivo, reconociéndose en las huellas que otros dejaron y dejando, a su vez, su propia marca.


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