Una mirada crítica a La sustancia de Coralie Fargeat.
Spinoza, el Bendito, nos enseña que la sustancia, o dios, tiene dos atributos en este plano experiencial: la materia, claro está, o las cosas; y, en la misma medida, el pensamiento o las ideas. Es justamente este último atributo que La sustancia de Coralie Fargeat parece haber descuidado. Más allá de la opulencia, pomposidad y osadía de esta flamante entrega de horror corporal, es esa matriz de la esencia cinematográfica que aparece descompensada, desnutrida, en relación a la contraparte material del filme; es innegable el despliegue digno de aplausos en áreas como fotografía, diseño de producción, maquillaje y efectos especiales.
En vena Stranger Things para adultos, asistimos a una suerte de homenaje a una era, a un estilo cinematográfico, a un producto más de esa nostalgia autonegacionista –la repetición de un pasado que se pretende borrar, ignorar y/o despreciar– a la que nos tienen tan acostumbrados estos últimos lustros en materia de producción cultural (¿solamente?): un Frankenstein estilístico que combina y ensambla miembros de diferentes obras marcadas por un Zeitgeist específico. En esa dinámica, presenciamos una secuencia incesante de referencias hiperbólicas a Mulholland Drive, Carretera perdida, El hombre elefante o Cabeza borradora de Lynch; La cosa de Carpenter, El resplandor, 2001: Odisea en el espacio o La naranja mecánica de Kubrick; Carrie de De Palma; Brazil o Miedo y asco en Las Vegas de Terry Gilliam; La mosca, eXistenZ o Videodrome de Cronenberg.
Se nota que Fargeat ha lactado hasta la saciedad de la obra de estos “tejedores de pesadillas” de fines del siglo pasado y, como un niño con juguete nuevo, no ha resistido a la tentación de agarrar y hacer “su” propia creación (“It´s alive, it´s alive!”), y sonrojarse cuando la crítica o la audiencia la pone a la altura de estos colosos del cine incómodo, extraño y provocador. No sé si hice lo correcto al optar por verVideodrome noche antes de asistir a la pantalla grande en pos de la última entrega de Fargeat. Es tras degustar y desmenuzar la incomparable profecía audiovisual de David Cronenberg –tanto o más relevante hoy en día– que pude vislumbrar aspectos que hacen de La sustancia un filme fallido, una idea potente empero echada a perder a lo grande.
Al terminar la sesión, me dio la misma sensación que me dejaron Rubia de Dominik o el bodrio nancyreaganiano llamado Réquiem por un sueño de Aronofsky. Se trata de un maremágnum de sensaciones que marean la perdiz con una eficiencia remarcable, disimulan –mediante un arsenal de artificios manejados con pericia (piro)técnica– una moraleja, o moralina, tan simplona que roza con la perogrullada de tipo: “la droga nunca es buena, mata el alma y la envenena. Solo di no” (parafraseando a Don Ramón). En cuanto a la película de Fargeat sería algo como: “la vanidad nunca es buena…”. Y es ahí donde aparece el principal enemigo de una obra de arte: el estereotipo.
Vamos por partes. El planteamiento es indudablemente suculento; el trazo de la cancha y las reglas de juego ofrecen un suelo fértil para un gran relato. Elizabeth (Demi Moore) –que lo hace muy bien cuando es el centro de la historia– encarna el mito de Sunset Boulevard abrazando el engendro de Mary Shelley en un universo que desnuda el abuso de la ciencia, la cultura de consumo y los procedimientos médicos en pos de una pesquisa hedónica. Todo muy bien hasta que hace su aparición Sue (Margaret Qualley), el lúbrico doppelgänger de la estrella venida a menos. Cuando tocaba un juego sutil de interpretación y evolución en el viaje de la(s) heroína(s) (¡imagínense a una Norma Desmond frente a una versión tuneada de sí misma!) sobreviene la impostura y la falta de sustancia en el trabajo más complejo del cine y de toda empresa narrativa: la construcción de personajes consistentes. Las carencias en el tratamiento dramático de Sue (Qualley) me permitieron sacar ciertas conclusiones pedagógicas. Es difícil detectar lo que hace a un personaje maravilloso extraordinario, conmovedor; pero, al contrario, me parece que hay una clave clara y distinta para detectar un resultado fallido: y esto se da cuando, como espectador, te da absolutamente igual lo que el(la) susodicho(a) haga o deje de hacer, lo que le suceda o deje de suceder, que sonría o llore, que se redima o se hunda, en fin, que viva o muera. Lastimosamente, esto es lo que ocurre con esta criatura que, en un inicio, ostentaba mucho potencial narrativo (entre otras cosas). Es más grave aún: cuando se trata de retratar a la joven sexy, superficial y caprichosa, atestiguamos una simbiosis de clichés que parecen extraídos de la mente de alguien que nutre su imaginario con La rosa de Guadalupe y Brazzers. Me sorprende que, solo por tratarse de una realizadora mujer y de protagonistas femeninas, se tilde esta película de feminista cuando, viendo el resultado a pelo, se podría (y debería) calificar este relato de machista, por qué negarlo, burdamente machista, abanderando un machismo tópico.
Pensemos en personajes como Norma Desmond en Sunset Boulevard, Laura Palmer en Twin Peaks, Kathie Moffat en Retorno al pasadoo Celina Kyle en Batman regresa: qué grandes retratos de psiques y espíritus complejos, encarnados en mujeres lucíferas, encantadoras, insondables, peligrosas, heridas e irreductibles. Estas heroínas ejemplifican esa fina dialéctica entre la singularidad y la tipificación de la que medita Tarkovski y que resuelve con una aparente contradicción: mientras más singular y único el personaje, más armónica su adecuación a un arquetipo o tipo-ideal. Lo que hace el estereotipo es dislocar ese lazo cuántico entre la singularidad inalienable y la pertenencia a una condición universal, atemporal o mítica. El estereotipo codifica, facilita secuencias dramáticas sin recurrir al viaje espiritual que consiste en incorporar a la persona detrás del personaje, ponerse realmente en sus zapatos, abrazar sus miedos y deseos, sus apegos, sus luces y sombras. El estereotipo impide ver lo humano en la monstruosidad y viceversa, separa donde habría que juntar y junta donde habría que separar; transforma una inclinación psicológica en automatismo, lo plausible en predecible, lo inesperado en vodevil barato, estafa ilusionista; hace de la emoción exageración. El estereotipo se disfraza de símbolo, pero es apenas una convención pre-pensada, una suerte de fast-thinking de consumo fácil y edulcorado. En fin, el estereotipo es, no lo duden, el diablo para la poesía.
El desenlace no importa. No importa si metes en una licuadora las escenas más perturbadoras de las obras arriba citadas, aumentas mucha sangre, multiplicas los apéndices y las cavidades, aceleras la cadencia de montaje y los movimientos de cámara hasta marear cientos de perdices, presionas los nervios con música y sonidos viscosos hasta decir basta. No importa, da igual. Desde la fecundación misma de las protagonistas, este experimento ya había fracasado irremediablemente.
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