Lynch desde el más allá: muñecas rotas y apagones luminosos
- diego loayza
- 21 jul
- 4 Min. de lectura
Han pasado más de cinco meses desde la partida del maestro David Lynch y, a algunos, esta ausencia nos ha generado nuevas vetas de diálogo con la obra que nos lega, como destellos de imágenes que quedan en la mente tras despertar de un sueño de profundidades insospechadas.

Algunos nos preguntamos qué sucedió entre Twin Peaks Fire Walk With Me (1992) y Lost Highway (1997), esa enigmática brecha que separa dos periodos concretos en la obra del mago de Missoula tanto a nivel de forma como de contenido. En cuanto a este último, podemos señalar el abandono de esa América del Norte bucólica, residencial y clasemediera que nos presentan especialmente Blue Velvet y Twin Peaks (con sus dos primeras temporadas, película y piezas faltantes) para adentrarse en la metrópolis y su correspondiente distanciamiento con el espíritu de familiaridad y candidez propios de la vida de pueblo o suburbio, dejando al desnudo la voracidad individualista, la soledad, la competitividad y la anomia propias de la gran ciudad moderna.
A nivel formal también se opera un cambio en este tránsito y esto se hace especialmente patente en su apuesta por un nuevo director de fotografía: Peter Deming. A partir de este hito veremos la consolidación de esa imagen de sombras imantadas y claroscuros oníricos, esos contornos indefinidos y desenfoques lisérgicos, esas subexposiciones crípticas y resplandores anonadantes, esas texturas satinadas y pieles marmóreas, esas transparencias y fulgores casi metafísicos, figuras estilizadas que fluctúan entre este mundo y un más allá (de lo inquietante), ese erotismo ófrico, esa ominosa elegancia. La propuesta visual mezcla en una receta virtuosa el horror de un Goya, un Fuseli o un Ribera con la delicada exquisitez de Rafael, Parmigianino o Bronzino; todo dentro de un intimismo y un patetismo dignos de Bacon, Soutine y Modigliani. Hay algo en la colaboración de Lynch con Deming que crea una imagen uterina, flotante y etérea, subacuática y hogareña al mismo tiempo; un signo visual que se erige como portal hacia esa “intimidad” tan cara a Georges Bataille y que hace referencia a la reminiscencia de una unidad ontológica, unidad de cristal, delicada, siempre a punto de romperse y estallar en pedazos como pieza de fina porcelana.
Es justamente ese trayecto que atestiguamos en Hotel Room, serie abortada por HBO tras tres episodios piloto en 1993 y que ahora se puede disfrutar de manera gratuita en Youtube. Más allá del aporte de Deming, en este experimento ya se dejan atisbar atmósferas, formas narrativas y entramados sonoros y musicales –el trabajo del irrepetible Angelo Badalamenti jerarquiza cada episodio a niveles dignos de su signatura– que serán recurrentes en su obra posterior. Es, sin lugar a dudas, el episodio Blackout (Apagón) que concentra, como en un elixir alquímico, toda esta nueva poética que obsesionará a su autor hasta el último corte del último plano en su inigualable filmografía. En menos de una hora, podemos anticipar a los misteriosos conejos de Rabbits, a la Señorita Dido en su escena hierofánica junto al bombero en Twin Peaks: The Return, así como el retorno de Dale Cooper tras un encuentro febril con Naido en una sala de espera que desespera. También nos recuerda el drama de Diane Selwyn en un estudio ataviado de los años cincuenta, el sórdido desconsuelo de Rebekah del Río –que, lamentablemente, el mes de junio dejó este plano y pasó al otro lado de la cortina, al encuentro del propio Lynch– como “Llorona de Los Ángeles” o la mirada perdida de Rita tras el accidente en Mulholland Drive. La inquietud flotante en la casa de los Madisson o los espacios cooptados por densas penumbras que predominan en Lost Highway también afloran en esta pieza minimalista y desconcertante que nos regala un demiurgo en estado de gracia. Otro rasgo de su obra posterior que empieza a germinar en Blackout es el gusto por la densidad de la conversación, la historia oral dentro de la narrativa visual, la teatralidad cavernosa (en el sentido platónico) de las relaciones humanas, el timbre de la voz, el abanico inopinado de emociones a través de las miradas, la posición de los labios y la respiración. El hincapié en la dirección de actores como esencia de la travesía emocional demuestra una capacidad superlativa de llevar la caracterización, la textura de las palabras y la puesta en escena a horizontes cercanos a la hipnosis o a la parasomnia; aspecto que se desplegará sin restricción en el singular experimento llamado Inland Empire.
En este doloroso drama de pareja, Crispin Glover (rostro que reconocerán por su participación en Back to the Future o Dead Man), hace un papel soberbio y embebido en un pathos kafkiano insólito en el mundo de la televisión. Sin embargo, es Alicia Witt (que también aparece en Dune y Twin Peaks: The Return) quien otorga una performance fuera de este mundo. Me animaría a decir que, entre todos los personajes femeninos, es esta Diane (sí, también se llama Diane) quien subsume la quintaesencia de la mujer en el universo lynchiano. Esta especie de muñeca menstrual, entidad lunar, casi un ícono religioso, oscila cruelmente en el umbral entre la pureza inmaculada de la madre de Jesús y el apetito sanguinario de Kali, sin encontrar su verdadera humanidad en ese vertiginoso vaivén. Se trata de una entidad sonámbula, abducida por esa melancolía espectral que cimienta el proyecto americano desde la llegada del hombre blanco a este continente virgen de modernidad. La mujer, en este universo, parece estar condenada a devenir en pantalla (volvemos a la iluminación como motor de la poética cinematográfica) donde se proyectan los deseos y fantasmas, tan inconfesables como inalcanzables, de una tragedia colectiva cuyo desenlace ya se hace tangible en este siglo XXI. Esta ambivalencia, esta ambigüedad simbólica, es fuente de una belleza y un horror mayúsculos e inseparables. Lo femenino impera en el imprevisible mundo de la noche. Esta mujer, repelida por la luz, reina en las tinieblas y las domestica al dejarse domesticar por las mismas. En el apagón, el fulgor escaso revela más que el sol de mediodía, acariciando las formas en lugar de delatarlas, susurrando y sugiriendo, en vez de dictaminar e imponer. Emerge el rostro de una muñeca fracturada en un apartado del purgatorio, fuera del tiempo. Una herida atroz viste su desnudez angelical como manto de sangre. La espera parece infinita, hasta que, por fin, se haga la luz redentora.
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