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Para los arqueólogos del futuro

Escribir sobre el cemento (Ediciones Liliputienses, 2023) es el más reciente poemario de Valeria Canelas, escritora boliviana residente en España. Habitar el cuerpo urbano, contemplar el futuro desde la escritura y otras cuestiones nos propone este libro reseñado por Vadik Barron.



 

Mis manos son lo único que tengo.

Víctor Jara


Tres memorias

Después de leer este libro, las primeras imágenes que ambularon por mi cabeza fueron rememoraciones del mundo de la música: la portada del disco del grupo chileno Congreso, que da título a este artículo, en la que un casete es descubierto en una excavación; y el arte del álbum Monolith de Kansas, en la que nativos americanos futuristas provistos de cascos de astronauta se congregan junto al fuego con el fondo de una autopista en ruinas donde se vislumbran pinturas rupestres.  Y la tercera evocación se asocia, como se verá más adelante en este escrito, con el verso del célebre cantautor Víctor Jara, que nos sirve de epígrafe, y que es parafraseado y resignificado en el contexto del poemario que hoy me dispongo a reseñar.


Superficie

El primer poema declara el tono y los principios del libro: “escribir sobre el cemento / seco / habiendo perdido ya la oportunidad de participar en su forma”. La ciudad es nuestra y no lo es, es nuestra identidad y también una alteridad recurrente, extraña, hostil, tiránica. Pero al mismo tiempo es, por definición, una constante: aquello inmutable, omnipresente, el contenedor de muchas de nuestras vidas y vigilias. Es nuestro ADN y lo que nos rodea. De donde venimos y en donde queremos desesperadamente dejar huella: “mensajes desesperados / para decir que estuvimos aquí” (“Lo seguimos intentando”, pág. 22).


Las divisiones propuestas por un libro de poemas siempre se me antojan más “momentos” que capítulos, no tanto por la ausencia, natural, de un correlato secuencial, sino por el lugar autoral o discursivo desde donde se trabaja un tema. Pero he aquí otro asunto: la aproximación poética no prescinde necesariamente de una “narrativa”, en el sentido en que establece un tiempo y un espacio, en este caso, delimitados por el paisaje y la experiencia urbanos, pero también apuntalados por un discurso poético llano y preciso, no por ello menos bello o exento de notables figuras y versos; y por la denuncia política, implícita y explícita.


En Escribir sobre el cemento encontramos una primera parte llamada “Superficies”, nunca mejor resumida y rezumada que en la frase “observación sin relieves” de “Exteriores” (pág. 16) que da cuenta de la chatura y monotonía de la ciudad. La “extracción de lo real” (“Suculenta”, pág. 20) es un ejercicio penoso y, como marca el poema “Lo seguimos intentando” (pág. 22), dramáticamente silencioso:


Parece una cuestión de memoria

pero evitamos pronunciarnos

en voz alta

cuando solo nos queda

escribir sobre el cemento

como si ninguna otra comunicación fuera posible

 

Entonces, el sujeto lírico también toma decisiones, asume posturas frente al gris que lo mismo aburre que agrede:

 

elijo las paredes como horizonte

elijo apartarme de los misterios naturales

elijo el resguardo de los significados fijos.

 

(“Reencuentros”, pág. 38)

 

“Superficies” sugiere pensar la piel de lisa argamasa de la ciudad. A la multiplicación intrusa de la ciudad opresiva, la autora opone la piel del cuerpo humano, la sangre, lo animal: “vida animal finalmente”, dice en “Tradición” (pág. 38), poema que, junto a “Sacramento” (pág. 43), remite a las reflexiones de Byung-Chul Han, en su libro La desaparición de los rituales, acerca de la crisis entre comunicación y comunidad que experimenta nuestra sociedad como signo de era.


Materia

Si en la primera parte esta relación con la ciudad se concibe como conflicto, en la segunda, “Picos y cables”, que abre con un epígrafe de Wislawa Szymborska que elucida: “Metales, arcilla y una pluma de ave / vencen al tiempo con su quietud suave”, la materialidad se hará más patente: “Grava”, “Botánica”, palomas, gorriones, plantas. Ya no solo cuerpos o superficies, sino sustancias. De hecho, las plantas, lo vegetal, parece encarnar la rebelión –latente, subrepticia, ¿deseada?– de la naturaleza ante la dictadura del cemento.


“Tan prendida me encuentro a la materialidad”, parece confesar Canelas en el poema “Periferia” (pág. 55), donde, una vez más, explora el conflicto del individuo ante el dominante ente urbano, y en el mismo poema agrega, no sin cierto desasosiego: “somos animales / poco elegantes /de periferia”.


Grafiti

El tercer momento, que también podríamos llamar ángulo-perspectiva, desde el cual la poeta trabaja el tópico de la ciudad arquetípica es “Territorio Colapso”, donde asistimos a una retórica relacional, en la que diálogo y monólogo ensayan un elaborado escrutinio del “lugar” de la voz poética; se cuestiona sus orígenes y situación migratoria: “Buscaba un territorio depurado de lo familiar / pura orfandad renacida” (“Meteorito”, pág. 62); o: “¿Cuántas geografías /me caben en el cuerpo?” (“Máquina Nacional”, pág. 64); su trascendencia: “No quisiera marcharme / con tan poca elegancia / un andar empañado /de resentimiento / mi origen ensuciando / incluso el final de los tiempos” (“Meteorito”, pág. 62); su valor específico en el concierto social, en de la lucha política y la conciencia histórica, radicalizado en el poema “Salarios” (Pág. 66) del cual extraemos varios fragmentos:


Palabras contra la precariedad laboral.

Palabras contra las formas más retrógradas

de existencia.

Palabras contra los normales códigos de interacción social y contra la domesticación reglada

y contra cobrar 3 euros la hora

por concepto de atención al cliente (…)

 

Pero este no es un poema político

o al menos no de forma tradicional

y panfletaria.

Es tan solo un proyecto arqueológico

un testimonio de una pequeña explotación laboral como tantas otras (…)


Pero este no es un poema obrero o un poema desclasado.

Es solo la voluntad escritao el relieve de las palabras

que me mantiene a floteen una rutina laboral (…)

 

Pero me quedan siempre las palabras

porque son lo único que tengo

y aparecen en aceras rotas

en plazas vacías donde palomas cojas toman el sol.

Aparecen también en ratas muertas junto a pequeños

charcos de sangre:

esa rudimentaria forma de escritura con restos animales. (…)

 

(…) este no es un poema marginal

lugar común periférico.

Es tan solo la prueba de que las horas pasan

y golpean al cuerpo que camina

y observa y quiere recordar todo (…)

 

Mis palabras son la periferia

del capitalismo

pero este no es un poema económico.

Es caminar con las palabras por delante

entre los perros. (…)


La crítica, que en las dos primeras partes del libro se dirige hacia la externalidad de la ciudad, en esta parte muta en una dura autocrítica y un cuestionamiento del individuo ante fuerzas opresivas, superiores, y lanza, cómo no, en sus últimos y sentenciosos versos, agüeros de matices (post)apocalípticos: “cuando ya no exista ni un solo pedazo de papel en blanco / solo nos quedará escribir sobre el cemento / de edificios derruidos” (“Yacimientos”, pág. 70). La escritura de Canelas, que estética, formal y temáticamente excede -por supuesto- el grafiti, se le asemeja al mismo tiempo en que constituye una osada declaración de aquello que debe decirse, de una escritura vital como testimonio de “residencia en la tierra” (P. Neruda) y como un necesario ejercicio de la memoria, en este caso, la memoria del futuro: “la memoria es también / otra especie animal / entre nosotros”.


 

P.D. Punto aparte para Ediciones Liliputienses que dirige en Cáceres, España, José María Cumbreño, con una edición cuidada en forma y fondo y con la confirmación de lo que ya es una suerte de sello y nueva tradición, la de prestarle atención a poetas de Latinoamérica.

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