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Le debo una canción

El cantautor cubano Silvio Rodríguez, un pilar de la canción de autor en español, cumplió ayer 76 años.


Silvio Rodríguez es El Cancionista con mayúsculas. Es difícil hallar una obra tan prolífica como profunda, tan informada como influyente, tan sensible como política, tan íntima como universal, en la canción hispanohablante. Como pasa con muchos de los grandes autores de canciones, su voz no es quizás la más bonita, pero sí la más sincera y adecuada para darle vida a sus generosos textos y sus siempre bien logradas músicas que, más allá de proezas técnicas, desarrollan armonías libres e interesantes, una reinterpretación de los ritmos y temas de la música cubana y del mundo y una búsqueda constante de renovación; todo ello dentro de los límites y recursos de una canción –llamada primero Nueva Trova, devenido este en rótulo obsoleto– que prácticamente se la tuvo que inventar y que tiene acervo, identidad y proyección propia, y soporta perfectamente intrincadas orquestaciones o el formato favorito de los más, el preciso –cuando no precioso– acompañamiento con la guitarra acústica que es ya la marca registrada de Silvio Rodríguez.


Personalmente, acercarme a sus imbatibles canciones me abrió la cabeza a muchas experiencias del arte. La música de Silvio es un link a la poesía, desde Vallejo hasta Nicanor Parra (“un embutido de ángel y bestia”), pasando por Byron, Cintio Vitier, Eliseo Diego y García Lorca. Es también un constante recordatorio de la historia de Latinoamérica donde, en sintonía con las voces que intentaban iluminar en la oscuridad de las dictaduras, los nombres de Sandino y Martí suenan musicales. Es un llamado a la inquietud musical, evidente en la experimentación de los arreglos con sus versiones intervenidas por la orquesta del ICAIC, en su primera fase como compositor para audiovisuales, sus trabajos con el pianista Frank Fernández, los arreglistas Chucho Valdés y Oriente López (que nos aproximan nada menos que al caudal del afrolatin que representan Irakere y Afrocuba) o, más recientemente, el guitarrista Rey Guerra. Y es un nexo a sus propios colegas de distintas eras e inspiraciones (“Sindo Garay, Violeta [Parra], Chico Buarque”, “Lennon y McCartney”) a quienes incorpora en sus versos.


La marca de Silvio está también en su particular forma de construcción de canciones que sintetizan una tradición de canción acústica, desde la herencia juglaresca y la escucha de la música clásica hasta el finger–picking del country-folk norteamericano y el golpe del son cubano, en su personalísimo y rico acompañamiento de guitarra. Una de las cosas que siempre me llamó la atención es cómo logra que metáforas peludas y verso métrico fluyan con naturalidad. Su poesía se siente cómoda entre el hermetismo para entendidos y la crónica transparente.


Silvio declaró abiertamente su adhesión a la Revolución Cubana, y su obra contribuye en parte a la idealización de Cuba desde canciones que dan cuenta de una utopía que excede el socialismo y celebra el cotidiano de la isla (“Madre”, “Fusil contra fusil”, “El papalote”, “Pioneros”). Pero los temas que sus canciones aluden superan estos tópicos y son variadísimos: ahí está la persecutoria y metafórica “Sueño con serpientes”, la camote “Te amaré”, la juglaresca “El rey de las flores”, que no se sabe bien si es un cuento infantil o uno de terror; la iluminada “Si seco un llanto”, las series pictóricas de Mujeres con sombrero o el “Pintor de las mujeres soles”, las irónicas “Debo partirme en dos” o “La desilusión”, la lúdica “El escaramujo”, la metacanción “Esta canción” o “Compañera”, la nostalgia filosófica en “De la ausencia y de ti”, donde quiere ser viejo, o en “Con diez años de menos”, donde quiere ser joven; las beligerantes “Canción urgente para Nicaragua” o “Días y flores”, las históricas “Canción del elegido” o “Detalle de mujer con sombrero”, las bucólicas/líricas “Mariposa”, “Caballo místico” o “Rabo de nube”, la erótica “Desnuda y con sombrilla”, un sinnúmero de piezas que llevan el nombre propio de chicas que algo habrán hecho: “Paula”, “Emilia” y hasta “una mujer innombrable”.


El oficio de cancionista de Silvio perduró, se refinó y aunque se vino a menos comprensiblemente en las últimas décadas, sigue siendo un referente ineludible de la canción de autor en español y en la música popular (esta última tan proclive a la vulgaridad con la dudosa excusa de que somos latinos y calientes).


Está claro que cundieron las copias, pero yo no me enfocaría en los más o menos felices émulos, sino en la importancia que el influjo de Silvio tiene en las generaciones posteriores de cantautores en los que funda una suerte de escuela cancionera desde su aproximación absolutamente personal a las combinaciones de voz y guitarra y a la construcción tanto espontánea (nunca automática) como cerebral de sus canciones. Es bien cierto que los silvieros pueden (podemos) ser francamente insoportables y que Silvio, su música, su figura y su culto han sido cooptadas por la izquierda intelectual limitándolo a su discurso y filiación en desmedro de una valoración plenamente artística. Los rockeros puristas lo acusan de aburrido, pero ya quisiéramos los rockeros hacer una canción tan combativa como “El necio”, que sin distorsión de por medio canta verdades tan contundentes.

A estas alturas, la obra de Silvio y sus tonadas inasibles, ya son un bien común que, ojalá, todos –quien fuera– pudieran escuchar con el mismo respeto y amor que ese hombre le ha dado a la música.

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