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Jorge Suárez y la gestación del taller del cuento nuevo

En semanas pasadas se presentó en La Paz el libro El otro gallo de Jorge Suárez. 40 años, el quinto volumen de la colección La Biblioteca del Zorro Antonio, de la Carrera de Literatura de la UMSA. En este homenaje fundamental al destacado escritor y periodista paceño, participan entre otros, Débora Zamora, Cleverth Cárdenas y Martín Zelaya –que estuvieron en la noche de la presentación junto al autor del texto acá reproducido– además de Gabriel Chávez, Luis Antezana Juárez y Freddy Zárate, editor invitado.


Fue alrededor de 1983 cuando la Casa de Cultura Raúl Otero Reiche de Santa Cruz, anunció un taller de literatura a cargo de Luis “Cachín” Antezana. Eran tiempos en los que, durante mi tiempo libre, me abocaba a la práctica creativa de algunos textos literarios, por lo que supuse que mi asistencia a dicho curso sería indispensable para perfeccionar aquellos trabajos, además de sumar a mi vida una nueva experiencia, pues nunca antes había asistido a un evento de dicha naturaleza.


El primer día del taller, me encontré con un grupo de 15 o 20 personas, entre mujeres y hombres, que apenas superaban los 20 años de edad. Tras las presentaciones de protocolo, “Cachín” aclaró que el taller estaría centrado en la lectura y el análisis de El otro gallo, la reciente novela corta de Jorge Suárez quien, en la siguiente jornada, nos visitaría para contarnos sobre su proceso creativo. El texto, cuyo escenario es la Santa Cruz de los años 1950, era una obra que ninguno de los presentes habíamos leído.

Durante su primera plática, Jorge se centró en la riqueza idiomática que entonces se conservaba en el cotidiano cruceño, con palabras y frases de un lenguaje propio de la España de los siglos XVI y XVII, que se había enraizado en el hablar diario de sus habitantes, una situación que comenzó a cambiar en los meses consecuentes, dado el surgimiento de la televisión privada. También subrayó la importancia de la palabra para el cruceño, en su comunicación con los demás un detalle, según él, distinto a las sociedades andinas donde se utilizan otros elementos para comunicarse. Lo que más me impactó de El otro gallo, fueron aquellas imágenes con las que describe la realidad social que vivía la Santa Cruz de los años 1950, una Santa Cruz que me recordaba a los viejos taquiraris que yo escuchaba durante mi niñez.


Yo había conocido a Jorge Suárez unos diez años antes en la ciudad de La Plata, Argentina, cuando era parte del grupo de estudiantes bolivianos Siglo XX. Fue entonces que el general Juan José Torres, llegó a dicho país como exiliado, por lo que decidimos ofrecerle un asado, al cual llegó acompañado por dos personas, uno de ellos era Suárez. Contra lo que habíamos supuesto, en dicha jornada, se conversó muy poco de política y nos abocamos a una tertulia amena en la que incluso surgió una guitarra.


Fue entonces que Suárez decidió ‘desenvainar’ algunos de sus poemas que me llamaron la atención, unos por su naturaleza musical y otros por su corrosivo humor. En el primer caso recuerdo uno que revive en tiempo de cueca todo lo vivido en Villa Victoria durante el 9 de abril de 1952, en el otro –Murillete– se evoca el nombre de Manolete, legendario torero español pues, en esos años, por las redes sociales paceñas circulaba la versión de que el monumento a don Pedro Domingo Murillo, realizado por un escultor italiano, era originalmente una estatua dedicada a un matador hispano.


Ya durante su corta presentación en el taller de “Cachín”, pude considerar la gran capacidad de Jorge Suárez para capturar la atención de quienes lo escuchaban, también me enteré que él era el encargado del área literaria de la Casa de la Cultura. Recuerdo que, durante esos años, si bien se evocaba con cierto respeto los nombres de algunos poetas y escritores cruceños como Hernando Sanabria Fernández u Óscar Barbery Justiniano, la actividad literaria en Santa Cruz era muy escasa o casi inexistente.


Eran tiempos en que las librerías en la ciudad eran escasas e incluso, la única biblioteca pública recién había abierto sus puertas, gracias a que Marcelo Araúz Lavadenz, entonces director de la Casa de la Cultura, había cedido parte de su domicilio para su funcionamiento. Tras el taller dictado por “Cachín” Antezana, la institución convocó a varios otros cursos, entre los que recuerdo el realizado por don Óscar Soria, guionista de recordadas películas bolivianas, además de otros escritores.


Gracias a esta persistente labor, el grupo de asistentes al taller de Antezana, no sólo se consolidó, también se sumaron muchos otros interesados, sin mencionar a quienes asistían de manera más espaciada, razones por las que Jorge decidió continuar con esa actividad sin exigir otra obligación que no sea la de participar en los diálogos, por lo que nos convocó a la Casa España, donde nos cedían un espacio dos veces por semana. Allí se leían y analizaban ciertos textos de integrantes del grupo que se animaran a compartirlos, pese a la posible dureza de algunos criterios, además de analizar textos de grandes maestros, sugeridos por el mismo Jorge.


Él escuchaba estos conceptos con llamativo respeto, aun sin estar de acuerdo con ellos, luego vertía los suyos con rigidez y transparencia, acompañándolos con ideas que apuntaban a mejorar el texto. Era evidente que Jorge Suárez era un crítico riguroso. También solía mostrar textos de ciertos brillantes escritores muy poco conocidos en el entorno, entre ellos recuerdo los cuentos del cubano Jorge Onelio Cardozo. Tampoco dejaba de mencionar, aunque sea de pasada, versos de grandes poetas del llamado Siglo de Oro Español, como Luis de Góngora o Francisco de Quevedo.


Pienso que el atractivo del taller tenía sus raíces, además del tema que nos había llevado hasta allí, en la capacidad de Jorge como experto orador, de manera que era natural que capturara la atención de todo aquel que lo escuchara pues cualquier asunto que se planteara, solía sazonarlo con un llamativo humor. De allí es que dichas charlas en cada una de las jornadas, solían prolongarse en el café de la Casa de España y finalmente, algunos privilegiados, solíamos recalar en el domicilio del maestro.


Aquel compartimiento cuyo origen fue el taller de “Cachín”, me permitió construir una sólida amistad con algunos jóvenes como Gustavo Cárdenas, quien ya comenzaba a construir el oficio del gran poeta que fue, Blanca Elena Paz, William Rojas, Ricardo Serrano, Antonio Rojas, cuya capacidad creativa había impresionado a Jorge, tanto que apadrinó la publicación de su primer libro. También se sumaron quienes serían los más jóvenes del grupo, Mauricio Souza y Franklin Farrell quienes, al alcanzar su bachillerato, se vendrían a La Paz para emprender la carrera de Literatura.


Hago espacio para mencionar a Juan Simoni, ex compañero mío en la universidad de La Plata, con quien compartimos nuestro gran afecto por la literatura y el cine. Él se había sumado al grupo al calor de mis comentarios sobre el taller. Paulatinamente, por voluntad propia Juan, se convirtió en colaborador de Jorge en su labor organizativa y, para sorpresa mía, desenvainó su vocación creativa con relatos de llamativo nivel. En los años 90, Simoni obtuvo el premio cruceño de novela por su obra El viejo y la chica del cuarto amarillo, donde uno de sus personajes muestra la personalidad de Suárez, destacando ciertos rasgos suyos, como por ejemplo el rigor de sus criterios literarios.

Las veladas con Jorge eran compartidas con pláticas que iban desde sus apegos literarios hasta las experiencias recogidas en su largo recorrido por el periodismo, también sus relaciones con escritores que habían coincidido en sus andares, en los que asomaban figuras como Edmundo Camargo quien, todavía en su adolescencia, solía buscarlo para pedirle criterios sobre su más reciente obra. En otro momento emergía su gran afecto por la obra que nos legaron los poetas españoles del Siglo de Oro, tampoco ocultaba su afecto por la obra de César Vallejo.


Otras veces, su picante humor le permitía recordar críticas que algunos colegas le hacían llegar sobre su trabajo, Por ejemplo, contaba que un poeta cochabambino –cuyo nombre no recuerdo– le había manifestado que el título de su entonces reciente obra, Hoy fricasé, debería modificarse como Hoy fracasé. Todo ese humor crítico y corrosivo que Suárez atesoraba en su labor, podemos encontrarlo en sus Melodramas auténticos de políticos idénticos, muchos de los cuales –más allá de los nombres de algunos personajes– son una muestra de que los temas allí tratados, aún gozan de total vigencia en nuestra realidad.


De su obra poética, salvo referencias casuales en torno a Sonetos con infinito –obra que sin duda él apreciaba mucho– no comentaba mucho, aunque siempre me llamó la atención su inclinación por apuntar en sus textos a la realidad social del entorno, además de impregnar a sus versos ciertos ritmos musicales. Es el caso de “Manuel sombrerero”, cuya lectura acompaña un ritmo de cueca: Carajo, quiero un fusil/ denme un fusil, compañeros/ Manuel ha muerto en abril/ Manuel ha muerto en abril. O su Triste historia del abuso, del negrito multiuso, que lleva ritmo de tundiqui: Negro, negrito es el higo,/ negro como Ángel Rodrigo,/ Ángel Rodrigo, les cuento/ nació con el culo al viento (…).


Tampoco mencionaba aspectos de su vida privada, como cuáles fueron las razones que lo llevaron a descubrir su vocación creativa, excepto alguna referencia a cierto sentimiento que le provocaba el paisaje de Los Yungas cuando, durante su niñez, retornaba a su pueblo natal, algo que refleja la apertura de su Oda al padre Yungas, no obstante, nunca le oí mencionar en cuál de los diversos pueblos yungueños había nacido. Tampoco le escuché referirse a su militancia política pese a que –según tengo entendido– fue intensa, dadas las reiteradas ocasiones que salió exiliado a diversos países como Chile, México, Argentina entre otros, exilios que tuvieron mucho que ver con su carrera periodística.

Es en los años 80 que Jorge apunta su trabajo creativo al área narrativa por lo que, tras El otro gallo, encaró otros relatos ambientados en diversas regiones del país. Es así que, durante nuestras tertulias en su domicilio, pude conocer algunos textos que integran Rapsodia del cuarto mundo, obra que todavía estaba en proceso de impresión gracias al apoyo de don Pepe Ballón, quien administraba la imprenta de la universidad de San Andrés en La Paz. De dichos relatos que también conllevan un carácter testimonial, me impactó su “Rapsodia aymara”, un llamativo documental de la sociedad que se gestaba en La Paz a principio de los años 1950.


Durante el desarrollo del Taller del cuento nuevo, Jorge inició la creación de Las realidades y los símbolos, una novela que comenzó a gestarse a fines de los años 70 y principios de los 80, a través de los testimonios recogidos durante la producción de “Más allá de los hechos”, un programa televisivo de investigación periodística que Suárez emprendió a principios de los años 80 y que apuntaba a mostrar los entretelones de la evolución de la producción y tráfico de drogas en el país, algo que comenzó a gestarse a mediados de 1970. Durante las veladas que compartíamos, Jorge solía leer algunos de los textos originales que recién había elaborado, aunque todavía no había pensado en el título que llevaría la novela.


Eran lecturas que reflejaban con claridad cuán importante fue para su oficio creativo el desarrollo de su larga tarea periodística, algo que corroboré tras leer la obra ya impresa que, sin embargo, no incluye algunas de las escenas que él nos había leído y que aún hoy guardo en mi memoria. Se trata de una novela que aún no ha encontrado en el país el eco suficiente que merece, no sólo por su calidad literaria intrínseca, también porque resulta un valioso testimonio que refleja con transparencia lo sucedido durante una etapa política y social importante de nuestra historia que, en cierta manera, determinó la realidad emprendida por nuestro país.


Fue a inicios de los años 90 que, por razones laborales, tuve que retornar a La Paz, donde, tiempo después, me enteré que Jorge también se había mudado a Sucre, dejando una Santa Cruz cuya actividad literaria ya había comenzado a caminar sola, gracias a los diversos grupos de escritores jóvenes que, entre otras cosas, también emprendieron una actividad plena, reflejada en diversos encuentros y visitas de escritores internacionales y nacionales, además de su ya sólida feria internacional del libro. Si bien, muchas de estas situaciones surgieron cuando Jorge Suárez ya radicaba en Sucre, pienso que todo ello es el fruto de todas aquellas semillas dispersas que dejó el Taller del cuento nuevo.

En Sucre, Jorge emprendió la creación del diario Correo del sur, tarea que realizó hasta los últimos días de su vida, aunque también, con al apoyo de la Universidad Andina, impulsó un taller similar al taller impulsado en Santa Cruz, cuyos resultados serían muy similares a los cosechados en la ciudad cruceña. Durante este periodo, gracias a los viajes realizados a la capital, pude verlo en su despacho en Correo del sur y, en medio de nuestra charla, lo vi incorporarse hacia el estante de libros, para alcanzarme una antología de los poetas del Siglo de Oro, como quién muestra el tesoro más grande que había conseguido.


Sin duda, aquel Jorge Suárez que conocí y aprecié durante muchas jornadas, no había cambiado un ápice en su manera de ser. Seguía siendo el gran maestro que yo recuerdo con inmenso aprecio.

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