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Max Vino Arcaya

El príncipe arrinconado

Este texto es el ganador del I Concurso de Crónica Teatral convocado por la revista Rascacielos, la Red Boliviana de Periodismo Cultural y el Festival Internacional de Teatro (Fitaz).


Detesto llegar tarde, así sea por un par de minutos, a una obra de teatro, una película o un partido de fútbol. Aunque hice lo posible por estar puntal, mis números quedaron embotellados en el transporte público. Me quedé con ganas de disfrutar El cazador de historias, pero sobre la marcha alcancé a ver Príncipe.


La media hora que deduje requería para viajar de San Pedro a San Miguel se convirtió en 50 minutos, lo que me provocó una frustración porque la presentación de El cazador de historias estaba programada para las 18:00. Imaginé escenarios en los cuales se iniciaba con una demora de media hora y con afán llegué esperando ver la obra, al menos, desde la mitad.


Delante de la boletería sentí alivio cuando me respondieron que el espectáculo no había comenzado. Tomé un instante para respirar, aunque era una victoria huérfana después de que me hicieron notar que confundí Teatro Nuna con Casa Grito. Un lapsus imperdonable.


Salí volando, dejando atrás a Piraí Vaca y su concierto inédito con guitarras electroacústicas. Hice nuevos cálculos, maldije al conductor del minibús, no por nada quise estirar mis brazos desde la tercera fila, atravesando los asientos, para tomar el volante y cambiar de carril. Era tarde, El cazador… seguro ya habría saciado sus deseos.


Viernes 17 de mayo, antepenúltima noche, mi única oportunidad para ver algo del Festival Internacional de Teatro de La Paz, porque sábado y domingo, ni hablar. Al aire capturo un minibús rumbo a la Indaburo, con las expectativas bajando, ya que avanzaba a paso de moreno al ritmo de radio Chacaltaya.


El Prado, 19:30, de nuevo tarde. ¿De qué sirve ser runner si no puedes atravesar a las personas? Parece un mal sueño decorado por un poodle paseando, un indigente con el torso desnudo y el traslado de una casa de muñecas. Me remango como si eso me fuera a dar una fuerza propulsora, mientras, un par de gotas besan mi rostro con apatía.


Esta será la tercera vez que visitaré el Teatro Municipal Alberto Saavedra Pérez, donde me reciben con un “no ha comenzado”. Hay motivos para el gozo al recorrer el pasillo que me conduce a las butacas de galería. Sin embargo, el premio mayor llega cuando nos bajan a platea (lo que se suele hacer cuando no hay suficiente público ahí abajo). Esta minúscula satisfacción cae como un martillo sobre esa bestia llamada tiempo.


Lo primero que hace el príncipe de Claudia Eid, interpretado por Ariel Hurtado, es saludar usando un micrófono, cubierto con una ropa oscura y una falda también oscura. Lo más notorio durante su entrada aparatosa fue ese ir de un lado hacia otro, embrujado por la percusión.


Cambia de postura para interpelar su relación con el rey, que ha fallecido dejando el trono moldeado al gusto del progenitor. Salta a primera línea el conflicto padre-hijo, una receta que se cocina en cada familia, y cambia de sazón cuando se trata de un hije.


Seis bastones, cada uno con cuatro patas de apoyo, marcan el sendero que su nueva majestad debe recorrer para ser digno de la corona y los dobleces que trae esta tarea. Estos artefactos, además de ayudar a sostener la penuria del protagonista, también se transforman en un fusil y una espada. La magia del teatro está en redefinir los objetos y los espíritus.


Cinco terminan derrotados, uno en pie: me quedo con la incógnita de si así estaba previsto.

“Ser o no ser”, viene a mi mente cuando el príncipe levanta el cráneo de su padre. “¿Ser o no ser el nuevo rey?”. Desde la infancia, los papás tienen injerencia sobre las elecciones de sus hijos: equipos de fútbol, religión, parejas, profesión… con las madres tratando de alivianar el impacto con un manto de complicidad. Puedo estar tranquilo, porque no viví bajo esa sombra autoritaria.


Cerca del final de la obra me salta el pensamiento de que los padres, aunque no lo digan abiertamente, quieren construir hombres que cuenten con un arsenal de recursos, defensivos y ofensivos, para cuando tengan que proteger su territorio imaginario, como había ocurrido –lo recuerdo ahora– en el minibús de ida a San Miguel, cuando chofer y pasajero estuvieron a un insulto de iniciar un combate sin vuelta atrás, por un malentendido, en plena peregrinación de motorizados. Imagino que cuando llegaron a sus casas, ellos estaban contentos por hacer gala de su masculinidad.


Luces fuera, el príncipe heredero acaba en el suelo, enfermo, con las piernas débiles, sin alcanzar a calzarse las botas talla Rey. Mientras, la guerra, la que le obligaron a comandar, quedó muda. Los aplausos ganan su lugar en el escenario.


La lluvia cesó, las calles inhalan y exhalan con serenidad. De regreso al trabajo, con las manos en los bolsillos, pienso en las veces que mi padre se habrá ganado unas buenas carajeadas por los desplantes y por su desdén. Reclamarse, criticarse, llegó a ser mal visto entre los congéneres, como si hubieran firmado un acta de encubrimiento.


 

Argumentos del jurado

El jurado conformado por Karmen Saavedra, Andrés Peñaloza y Mabel Franco eligió esta crónica por “la forma en que lo que podría ser una anécdota sobre lo vivido antes de llegar a ver una obra teatral, se convierte en un argumento que ayuda a comprender la propuesta temática de Príncipe (El Masticadero, Bolivia), así como el planteamiento de la puesta en escena. El autor realiza un entrelazado cuidadoso entre sus reflexiones como espectador tanto del hecho teatral como del hecho social con las reflexiones del personaje, mediante un lenguaje claro. Los machismos puestos en cuestión en el escenario están afuera, en las calles, en las casas, muestra Vino Arcaya”.


Fotos: Sandra Taborga

 

 

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