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El Avesol

Actualizado: 8 ago

Una crónica nostálgica de Manuel Monroy Chazarreta, el popular Papirri, incluida en su nuevo libro. Subibaja. Crónicas del Papirri volumen IV. (2018-2022) publicado por la Editorial del Estado se presenta en la FIL La Paz este 8 de agosto.


La década de 1990 fue muy intensa en la noche paceña, el bar cultural Avesol fue uno de los epicentros de aquella movida que parecía imperecedera y que ahora me suena a otra vida. Talvez era mi segunda vida acelerada, con noches que se volvían días y días que retornaban a la noche, en un círculo altamente peligroso. A mí me salvaguardó una especie de compromiso por mantenerme en vilo, de cumplir con mi entonces primer matrimonio, de marcar tarjeta, el arrojo de tratar de salir del alquiler y llegar algún día a tener un anticrético. Encontré esta foto buscando, paradójicamente, mi libreta de servicio militar, muy raro tener una foto de aquellas noches mágicas en el Avesol, no había celular, nadie fregaba con la selfi, todos estábamos interesados en todos, en los poemas del Fernando, en las lecturas del Cáceres, en el mimo francés que conquistaba paceñas desconsoladas, en el Rolito y su bondad a cuestas. El primer plano de Fernando Lozada es asombroso…, ¿quién tomaría la foto?, con máquina de rollo, por supuesto.

 

Recuerdo a Fernando con su magistral voz presentando mi debut en la canción, lo conocí 15 años antes en el Paraninfo de la UMSA, habíamos derrotado a Natusch Busch en las calles, era noviembre 20 de 1979, mi padre me había sugerido estudiar Derecho pues el Conservatorio de ese entonces era una vetusta institución sin pensum y en total decadencia, fue así que me presenté al Festival de la Canción Social organizado por Extensión Universitaria de la época. El maestro de ceremonias Fernando anunció: “Representando a la Carrera de Derecho, este joven cantautor propone la canción Dialéctica de la flecha a la bala, su nombre: Manuel Monroy Chazarreta, tiene 19 años, en concurso…”. Así me inicié en la canción de autor, ganando el segundo lugar hace 43 años, el primer lugar lo ganó el compositor Jechu Durán. Meses después, en julio de 1980, nos volvimos a encontrar con el Fernando, esta vez muy apretados, asustados, asilados en el consulado de México. García Meza arremetía con todo, asesinaba a mansalva. Y nos fuimos nomás a México. Allí lo perdí de vista, casi una década. Hasta que apareció en su pub el Avesol.

 

Detrás de la foto el Fernando escribe: “Manuel, tu estancia en el Avesol es tan linda y trascendente que, de las pocas tomas de tantas maravillas, aparece ésta”. Ahora que me acuerdo, la foto me la regaló una noche asombrosa, eran ya las 2 de la mañana, había terminado alguien de leer poesía, se iban los intelectuales, nos quedábamos los de verdad. En el baño nos encontramos con el Fer, lloré en su hombro por la Margarita de la Cabeza de Zepita, él me contenía callado, solidario, salimos repuestos, alguien me prestó una guitarra y estrené la canción. A las 3 apareció el célebre compositor de morenadas Jach’a Flores con su ternito y su chalina de alpaca bebé, calladito se sentó en una mesa del fondo. De pronto resucitó y dijo: escucha esta melodía, Manuelito. Todos en silencio escuchamos una morenada que el Jach’a también estrenaba esa noche, nadie se atrevió a acompañarlo ni con un vaso, el silbido perfecto del Jach’a y su expresión dolorosa imponían respeto. A las 4 ya éramos unos 5. Jamás escuché una queja del Fer, un váyanse yendo. Jamás me cobró una cuenta, para eso estaba la Negrita que con gran cariño me acariciaba la melena y me decía: ¿te lo anoto Manuelito? Y yo feliz le decía: “¡¡¡ya, una jarrita más, quiero invitarle al Jach’a!!!”

 

A las 5 ya éramos 4, el Fer, el Jach’a, yo y el Víctor Hugo Viscarra que acababa de llegar, raro verlo en el Avesol, estaba con un libro a cuestas, emputado, renegando, yo lo calmaba ofreciéndole un caj, ya niño cusqueño cántamelo esa, la del coba, y yo emprendía con mi canción Qué tal metal. Se reía con su k’asa ventana y su nariz torcida. El Fer se había dormido, el Jach’acomenzaba con una k’onaneada célebre un tanto redundante sobre su ex, el Víctor Hugo se volvía a enfurecer, ya no jodas con tu disco rayado oyes… Entonces aparecía de la nada el Ladrillo, un joven pelirrojo simpático, siempre con la sonrisa al frente, había sido mi alumno de tarkas en el Taller de Música de la UMSA, nos hacía despertar con sus bolsitas mágicas, ya era sábado: “¡¡A ver, culitos blancos, ¿quién me sigue?!!”, inquirió el Víctor Hugo. Aquella vez lo seguimos el Ladrillo, el Jach’a, y yo, en fila india detrás del Viscarra. Nos trepamos a un taxi rumbo al cementerio, el sol empezaba a joder, el ave cantaba taladrando, vamos a cascarle un Pierre cardan caldó gritó el Viscarrita, o un wallake navegante suspiró el Jach’a. El paganini era yo previa parada en un cajero, era pues un empleado de la Casa de la Cultura, ya era domingo, el lunes tenía que marcar.

 

Ese par de veces con el Jach’a y el Víctor Hugo, allá por 1996, me vacunaron para siempre. Pero esa tendría que ser otra crónica. En el Avesol estrené mis mejores canciones, sin duda. Una vez hubo una bronca con un cuate chapaco que me agarró del cuello no sé por qué, mi percusionista Hernán Ponce, mi querido Lorito, lo sacó a puntazos. El Fer observó desde sus lentes caídos el final de la escena, iniciando un solo de cajón para salir del bajón, anunciando como obertura medieval un poema suyo recitado con voz de fuego.

 

Por culpa de esta foto hoy me trepa la nostalgia del Avesol. El Jach’a, el Víctor Hugo, el Fer ya no están, el Ladrillo tampoco, dice que lo encontraron charque en un cajero. Y yo sigo aquí, pijchando en silencio, sin saber qué hacer con esta vida, sin saber dónde ir con esta muerte, cargando con este silencio, con esta tristeza de no poder desandar el tiempo, con esta soledad sonora que observa el Mi7 invertido en la guitarra, anhelando ese caj vital, esperando encontrarme con los 3, los que a las 6 coreábamos: hoy día hemos abierto a puerta cerrada…yaaa…

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