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Karen Veizaga

Odorescente

Compartimos un cuento del libro En tránsito de la escritora paceña Karen Veizaga (Editorial 3600, 2022).


Las bendiciones y las maldiciones emanan un olor: el incienso y la k’oa la fragancia de los buenos deseos, el tabaco y el aliento del yatiri el aroma de los muertos. Muchas veces, los mismos muertos no lo saben o, quizás, lo han olvidado ya.


El viento no borra del todo las fragancias. En realidad, parece que las barre en el aire y las junta en pequeños montoncitos mezclándolas, en algunos casos, intensificándolas. Bárbara aspira y es como si cada partícula penetrara por sus fosas nasales y buscara un espacio donde adherirse y dar continuidad a su existencia.


Ella parece haberse convertido en un elemento más de ese espacio colorido que contiene una memoria colectiva milenaria. Respira con dificultad, los olores han obnubilado su nariz.


–Lo siento, había mucho tráfico –dice Eduardo, sin mirarla.

–Pensé que ya no venías. No sería raro –replica Bárbara con su voz de niña, casi inaudible en medio del tumulto de la populosa zona.

–No empieces, Bárbara –resuena la voz de Eduardo con un dejo de irritación–. Vamos de una vez.

 

Ya no aguanto el hedor que se agolpa dentro de mí hasta poseerme por completo. Mis ojos están abiertos, pero no puedo ver.

Hace frío.

Soy quietud, soy silencio.

 

–Si un día me faltaras, no sé qué haría, creo que me volvería loco –dice Eduardo con los ojos hinchados.

Bárbara sonríe. Su imagen se refleja en los ojos de Eduardo.

Hacen el amor con sus palabras. Cuando tienen esos momentos, ella lo mira, le acaricia la mejilla, entrelaza sus dedos en su ondulado cabello y lo besa, primero con besos cortos y suaves que se van volviendo más intensos, hasta que su lengua lame desesperada, los dientes juegan con los labios y las manos pierden el control.

De pronto, la humedad, la respiración agitada y los pezones endurecidos se transforman en respiraciones contenidas, ojos entreabiertos y sonrisas disimuladas. El corazón explota y el mundo que conocen se sume en una exquisita oscuridad por unos segundos.

–Barbi, para mí eres perfecta.

 

Pum pum. Oscuridad, luz. Multiplicación, movimiento. De pronto, sé en la piel lo que es escuchar. La vibración se siente, desde la cabeza hasta la punta del espinazo.

Pum pum. Cosquillas, burbujas. Palabras aún indescifrables que me cobijan en su vaivén hipnótico. Es como flotar en las nubes.

Pum pum. Gritos, sacudidas. Hipos, lamentos, temblor. “¿Qué voy a hacer?” Se respira en el aire, se pega a la piel, es el alimento diario que desnutre.

 

–¡Qué voy a hacer!

Queda solo el silencio.

–¿Tienes alergia a algún medicamento? –pregunta la mujer de acento extranjero, mientras escribe algo en un papel.

–No, que yo sepa –responde Bárbara, mirando a la pared.


Eduardo espera en otra habitación, una especie de antesala. Su mirada recorre el piso de parquet, como queriendo atrapar algún diminuto objeto que se hubiese escapado de la mirada atenta y la escoba guerrera de la persona que realiza la limpieza, como si los misterios de la física cuántica se encontraran ocultos en el patrón que se forma, repetitivo, a sus pies.

Sale a la calle, toca su bolsillo derecho y extrae una cajetilla de Derby rojo, acompañada de un encendedor azul transparente. El humo aporta un imperceptible tono avejentado al aroma acre de la calle Santa Cruz.


–Te juro que huele a muerto –escucha Eduardo proferir a la mujer que pasa por su lado, delgada y pálida, detrás de sus gafas oscuras.

–Es el olor de los sullus –responde la mujer que camina a su lado, sonriente–. No te hagas a la gringa.

Eduardo tira su cigarrillo al suelo y lo pisa con fuerza. Huele a muerto, piensa.

 

Dormir. Ser. Estar.

De pronto, algo agita todo lo que está a mi alrededor. Siento una fuerte presión. Oigo cómo la lámina que me envuelve se rasga. Algo me toca. ¿Esto es el dolor? Cada vez soy más pequeño, me reduzco. Mis partículas se separan unas de otras.

Ya no floto. Distingo el aire, pero no lo respiro, lo siento en la piel. Sigo siendo esto que imagino que soy mientras paso a través de un espacio reducido. Caigo sobre un aroma ácido y llego a la quietud. Los pedazos en que me he convertido descansan, yo no.

 

–¿Hay alguien esperando para llevarte a tu casa o llamamos un taxi? –pregunta la mujer.

–Sí, no se preocupe –responde Bárbara.

–Debes tomar el diclofenaco cada ocho horas y la amoxicilina cada doce horas, hasta que ambas pastillas se te acaben –explica la mujer, mientras le extiende un papel–. Si tienes cualquier problema, regresas.

La antesala la aguarda con un olor penetrante que parece rodear el cuerpo de Eduardo. Bárbara se lleva la mano izquierda a los labios.

–¿Ya?

Bárbara asiente con la cabeza y su mirada se pierde en las figuras del parquet.

–Por si acaso, no tengo dinero –dice Eduardo, casi susurrando.

–No te preocupes. Tampoco te lo pedí.


Bajan la calle Santa Cruz. Bárbara aún se siente adormecida. Ambos son absorbidos por el gentío que camina por el pasaje El Rosario. Ella preferiría subirse a un taxi, pero se le acabó el dinero. Llegan a la calle Murillo y Eduardo hace parar un minibús.


Los ojos de Bárbara circulan por las tiendas que ofrecen muebles, peceras, comida y una amplia gama de productos a los transeúntes. Mientras el automóvil avanza hacia la Avenida Camacho, la circulación se hace más fluida y Bárbara observa cómo autos y árboles son sustituidos por autos y árboles nuevos, uno tras otro, a una velocidad que hace que su corazón descienda hasta la boca del estómago en la bajada del campo ferial.


El trayecto a casa de Eduardo es silencioso. Eduardo camina con las manos en los bolsillos y Bárbara contempla cada piedra o mata de hierba a su paso.


–¿Te dieron analgésicos para tomar? –Bárbara responde afirmativamente con un ligero movimiento de cabeza–. Voy por un poco de agua.

–¿Te duele? –pregunta Eduardo mientras le alcanza el agua. Bárbara niega con la cabeza.


Toma el sobre que contiene las pastillas y saca una de cada una. Apura primero la más pequeña y tarda en tragar la más grande. Eduardo la observa, echado en su cama.


Bárbara baja la mirada, mientras resbalan las lágrimas por sus mejillas. Eduardo escucha los sollozos y su rostro adquiere un matiz colorado.


–¡Por favor, dejá de llorar!

–Es que.

–¡Es que nada! –interrumpe–. ¡Carajo, ya pasó! ¿Qué querías que hagamos?

–Ya no quiero seguir contigo –espeta Bárbara en medio del llanto–. ¿Por qué me hiciste esto? ¿Por qué?

–¿Yo? ¡Qué mierda te pasa! Más bien te hice el favor de encontrar ese lugar –replica, mientras inhala el polvo blanco con ayuda de la lima de su cortauñas.

Bárbara pasa la manga de la sudadera por los ojos y por la nariz, en un movimiento que se repite en varias ocasiones. Eduardo fuma y la observa durante un par de minutos.

–¿No te cansas de jugar a María Magdalena? –inquiere con rabia y se para–. ¿Es que acaso no piensas callarte? ¡Cállate de una vez!


Resuena la bofetada. El cigarrillo cae al suelo y el olor parece más fuerte al emanar de la pequeña brasa ardiente que se derrama en la madera.


Inmediatamente, una prenda de vestir que cae sobre él. Otras más van desplomándose, apuñalándolo, hasta que la última humarada de su vida se confunde con el olor a Flower de Kenzo del canguro negro. No alcanzó a escuchar los sollozos contenidos de ella ni los gemidos enfadados de él.


–Vístete rápido, te voy a acompañar a tu casa. Y ni se te ocurra decirle nada a tu mamá. No querrás que se entere de que eres una puta, ¿o sí?

 

Mis pequeños pedazos se juntan, pero no se unen. ¿Qué forma tendré ahora? Parece que mi nombre es “desecho”, pues cuando una voz menciona esa palabra, me colocan en este espacio caliente, seco y oscuro.

 

La primera vez que tuvo sexo, a Bárbara le pareció que el olor de su cuerpo había cambiado. Se había vuelto más picante. Cuando se lo preguntó a Eduardo, él no percibió ninguna modificación.


Mientras ve Helena de Troya, ella percibe que el viejo aroma de su intimidad está presente entre sus sábanas, en su ropa interior. Siente que una corriente fluye en su vagina y acude al baño a cambiarse el apósito. Está empapada y se cambia la ropa interior y el pijama.


Quince minutos después, la corriente vuelve a rebalsar en su intimidad.

Es una muerte horrible, piensa Bárbara, pero me la merezco.


No puede evitar la imagen de la criatura siendo desmembrada, desprendiéndose de ella. Lo ve como una pequeña masa sanguinolenta y oscura en la palma de una mano, en la que se puede distinguir la forma primigenia del ser humano. Tal vez Bárbara es exactamente eso, solo que más grande, con la materia más consolidada y firme, con un color menos inquietante.


¿Qué duele más? ¿Desmembrarse? ¿Desangrarse? ¿Qué no te amen?, se pregunta.

El llanto, que en principio se daba con hipos y con cantidades de fluido nasal resbalando por sus fosas, ahora es un sollozo más tímido y silencioso. Poco a poco, se deja llevar por una calma que la adormece.


La sangre sigue su camino hacia la liberación del cuerpo al que, minutos antes, alimentó y ayudó a vivir. Se transforma en un líquido exánime, marchito que, con el paso de los días, emanará un olor pestilente, que llevará consigo el recuerdo de que la muerte recorre nuestras venas desde el mismo momento en que nacemos.

 

Eduardo enciende un cigarrillo. Ha fumado media cajetilla mientras mira las estrellas. Ese brillo es una falacia, piensa, pues las estrellas que vemos brillar, están muertas desde hace millones de años.


Sus lágrimas caen y se pierden en el tejido de lana de su chompa. No parecen dejar huellas. Pero el olor del tabaco, se ha apoderado de cada fibra de su ropa, de su cuerpo.

  

La mujer de acento extranjero regresa a su casa con una bolsa negra entre los dedos. El hombre enciende la k´oa y empieza a recitar oraciones en aymara, mientras acomoda hojas de coca, alcohol, vino, canela, palosanto y dulces.


–Paguémosle a la Pachamama por todas las bendiciones que nos da –dice el yatiri.


La mujer vierte el contenido de la bolsa en la ofrenda. Se consume rápidamente y emana una fragancia pletórica de buenos deseos.

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