Amor, muerte y memoria de Wallparrimachi en el teatro
- gabriel salinas
- 22 may
- 3 Min. de lectura
Una reseña de la obra Willaku, de Darío Torres, que se estrenó en Sucre en el marco de la Fiesta Teatral del Bicentenario.

Willaku es una obra cuyas voces se pierden y se encuentran en ecos de la memoria, haciendo de cada espectador un testigo único de lo acontecido en cada representación.
Así empieza la obra, en la que solo las matas de una indómita paja brava marcan el rumbo de aquel indio poeta, cuya vegetación recuerda al suelo donde fue muerto, cerca de Tarabuco en 1814. De ahí que la idea de willaku o willakuy se mueva en dos direcciones, trabajadas brillantemente, en el entendido de que este concepto quechua puede interpretarse, por un lado, como “testimonio”, pero, por otro, como “memoria de la tradición”, es decir, un discurso propio y un discurso colectivo, respectivamente.
Y es en la medida del primer sentido que, en Willakuy, vemos a Wallparrimachi agobiarse por el canto del juku, ave de la noche, “de mal agüero”, que le confronta con la posible fatalidad de su situación, hasta empujarlo a buscar redimirse en el testimonio que ofrece con la ternura de una esperanza hecha de negación. Notablemente, insistiendo en que su lucha no está motivada por el odio o la venganza, sino por el amor, de alguna manera, argumenta en la forma en que Diotima le explicó el sentido del amor a Sócrates en El banquete de Platón: lo bello es indisociable del amor y el bien.
De acuerdo con esto, la pieza teatral, nos lleva a pensar en Wallparrimachi de un modo heterodoxo, ya que, el identificar su motivación de lucha beligerante contra el régimen colonial, con el amor, no deja de ser algo paradójico, pero coherente con el culto a la belleza que este insurgente expresa en su obra poética, pensada y expresada en quechua, la lengua de los pueblos oprimidos, donde Wallparrimachi despliega un discurso estético y político indigenista que subvierte los códigos excluyentes de las artes literarias occidentales, apropiadas por el guerrillero para desvirtuar la segregación de su pueblo, al cual ama y por ello busca lo mejor para él, así sea derramando sangre, como la suya propia.
Todos estos temas que se despliegan desde la obra de Torres, develan una nueva forma de comprender las acciones de los insurgentes, indios, cholos, mestizos y afrodescendientes en el proceso de emancipación frente al colonialismo ibérico, desde un enriquecimiento de matices subjetivos sobre sus acciones. Por ello, agitando su honda en dirección al vacío, luchando contra la oscuridad que lo devora, Wallparrimachi, la vez que recita sus versos, al amor (munarikuway) o la despedida (kacharpari), hasta obsesionarse en la lírica dedicada a su madre (mamay), que nunca conoció; reclama ver su rostro en la nada que segundo a segundo lo sepulta.
Entonces la acepción de Willakuy cobra otro sentido: lo que antes era testimonio, ahora es memoria de la tradición, una forma de las clases oprimidas para reproducir su integración a los procesos históricos, indiferentes a la realidad subalterna, ignorada por el discurso dominante de la hegemonía cultural.
De ahí que para Wallparrimachi el cariz materno, que anhelaba encontrar al acaecer en su lucha motivada por el amor que profesaba a su pueblo, haya podido ser, en realidad, el encontrarse frente a la liberación de las comunidades indígenas, para recuperar su relación con la tierra y la Pachamama, esa “Mamay” que reclamaba ver. Como refleja la voz femenina que responde a Wallparrimachi, en la obra de teatro, cuando ya sumido en el abismo, se puede escuchar a la Mamay tan ansiada por el indio poeta, hablarle, desde la memoria oral, que lo revive para que su legado nunca muera.
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