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Los objetos del corazón

La escritora, diseñadora gráfica y gestora cultural adelanta, desde Sucre, un texto de su libro pronto a publicarse, Pienso en el final.


Tardé más de seis meses en desempacar las cosas de la mudanza. Más bien, del retorno. Ese polvo picoso que desprende la humedad marina provocando alergia y congestión es lo de menos cuando encuentras objetos rotos, ropa carcomida y a la vez tienes destrozado el corazón. Solo estando en esa situación descubrí por qué varios años atrás, cuando viví mi primera mudanza, en circunstancias totalmente distintas, encontramos que aún existían cajas envueltas con papel de mudanza de los restos de más de diez años post divorcio; los restos de una etapa de cierre de mi madre.


El peso de la presencia de los objetos se vuelve intenso cuando lo que en realidad se está desempaquetando es el olvido de una vida pasada, y el inminente cierre de un periodo vital, forzado o no, duele. Eso no viene envuelto en papel de burbujas, no tiene seguro, no tiene sticker de frágil que ayude a sopesar su fractura. En realidad, eso viene envuelto en muchos cuestionamientos sin respuesta, producto de horas de terapia y ganas de entender el duelo de la separación, el golpe emocional después de romper una vida pasada.


El terror de convertirse en acumuladora compulsiva es evidente si no te desprendes de esa postal, de ese posavasos del bar de jueves por la noche, la pañoleta descolorida que acompañaba los domingos de cocina en casa, el botellín de cerveza con la etiqueta rara, un montón de bobadas infinitamente importantes, pero sin sentido. Todo quiere convertirse en imprescindible si se trata de cargar pedazos de una relación en objetos y no es nada conveniente, ni práctico para la mudanza. Para rematar, el que se va es el que carga doble; carga de ida y de vuelta, además. Carga solo el peso del sacrificio de haberse sometido a formarse, reformarse, deformarse y acoplarse a una nueva vida. Ahí no hay fórmula para volver a empezar. Una y otra vez, la flojera y las voces del pasado quieren siempre detener las ilusiones en la cabeza. Ese eco no se detiene fácilmente.


Entonces uno no entiende el tamaño de los objetos, de la ropa, de los zapatos; el tamaño del desarraigo. Cuando el amor se termina, se terminan también muchos frenos emocionales que uno pensaba dominados. Eso es algo que no ves venir porque andas ocupado en envolver nimiedades; sin embargo, llega el golpe, con la delicadeza del sonido de la caída de un puente lejano, lejanísimo, apenas un zumbido que trae consigo una debacle del tamaño de Godzilla.


En aquellos días, las interminables jornadas de reordenamiento se me hacían parecidas a una terapia de shock; sin embargo, sin la clasificación, distribución y funcionalidad a mi vida, no hubiera podido poner pies en tierra. A pesar de terminar agotada emocionalmente y congestionada por las malditas alergias provenientes del polvo.


Ahora pienso que ese acondicionamiento presuroso fue lo mejor, porque posiblemente yo, por mí misma, hubiera dejado todos esos objetos de mi retorno tirados a su suerte, posiblemente encajonados, inventando excusas para no abrirlos, improvisando utensilios y accesorios para no tener que lidiar con una sola caja. Posiblemente hubiera hecho lo que ella hizo. Posiblemente porque yo no la ayudé.


Sin embargo, lo hice, terminé (con shock o no) con todas las cajas, dejé algunas para el final, para detallar con firmeza y seguridad cómo y a qué parte de mi vida se acoplarían, para asignarles nuevamente un espacio cotidiano y con pegamento (y otros rellenos emocionales). Dejé fuera los vacíos y pérdidas, componiendo lo roto y si se tuvo que botar algo, pues se fue también a la basura, metáfora o no, superada la etapa sensible todo el proceso fue funcional.


Es así como los objetos del alma, esos aparatos físicamente inacomodables, cargados de semanas de cama y que son visibles únicamente a través de brújulas y caleidoscopios, son los que más estorban en el corazón, son tan complejos que a veces hay que dejarlos ahí, encaprichados en el camino diario, jodiendo cada momento que les viene en gana, repasando las escenas más fáciles y cotidianas, saltando cuando quieren, cuando desayunas y recuerdas el pan de la casera de la esquina de tu excasa, de tu exvida, ahora tras un vidrio grueso y lejano, del cual solo se ve una imagen borrosa, sabes que es un recuerdo que planeas manejar mejor en el futuro.


Cuando mudas vidas pasadas a ese lejano país del olvido, cuando metes las vísceras a un paquete de objetos y emprendes la retirada, se pierden gramos de alma, ese ajayu no vuelve a ser el mismo, se recompone, pero con otras partículas. Yo sigo cargando cajas, distribuyendo aún la importancia de un portarretratos por día; un día a la vez, es todo lo que se puede hacer en ese viaje en peso pluma que nos zarandea a gusto como si flotáramos en los vientos de agosto.

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