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Altazor en la Bienal de Venecia (crónica II)

Desde Italia nos llega la segunda crónica –personal, analítica, introspectiva–, de una visita a uno de los más importantes eventos del arte contemporáneo mundial.

No vamos a descubrir el agua tibia: la Bienal de Venecia es de dimensiones monstruosas. Su oferta supera la capacidad de los visitantes para verla sin andar a vuelo de pájaro entre la sorpresa, la indiferencia, el asombro, el gozo, la incomodidad y otras emociones humanas.


Algunos señalan que esta Bienal 2022 ha superado a otras; en cambio, otros son críticos a su excesivo enfoque feminista. Es cierto que hay una potente presencia de una propuesta de género en torno al planteamiento de la Bienal, promovido por su curadora Cecilia Alemani: que estamos en un tiempo de grandes transiciones y transformaciones que impactan la cultura, la sociedad, la política, la economía, la civilización humana (en su diversidad) en general. Algunos de estos elementos o factores son: la identidad sexual y el cuerpo en proceso de transformación a partir de los movimientos LGBT, la centralidad del hombre desplazada/en reacomodo, especialmente ante el cambio climático y los avances de la tecnología y sus múltiples aplicaciones, como los de la inteligencia artificial. Es decir, un mundo que se transforma (o derrumba, según quien lo vea) para que surja otro. Y a eso suma, inesperadamente, la presencia de la guerra de Ucrania, como un fantasma en algunas de las propuestas artísticas.


El título de la Bienal ya es de por sí altamente sugerente en parte de estos temas: “La leche de los sueños”. La leche es el símbolo mayor del alimento esencial para la reproducción de la especie, ¿cuál sería el alimento esencial de los sueños? Los sueños no siempre son plácidos; en no pocas ocasiones se transforman en pesadillas, en visiones que no tienen ni pies ni cabeza, en las que se rompen y desordenan las realidades conocidas: arriba puede ser abajo, y viceversa, una pared una puerta, un sonido mudez, una palabra un rostro, un cuerpo amado un animal, una calle es un mar, un desierto una boca…


De esta forma, la Bienal provoca a ir más allá, a trascender miradas prestablecidas para convertirlas en visiones sin límite, lo que para los artistas es un campo de experimentación sin restricción alguna. Si hay alguna frontera, es la de la imaginación, la creatividad, o la de andar por caminos más seguros a la mirada del otro; o ser tan herméticos que para aproximarse a ellos se necesita más información de la que brindan los carteles de las muestras artísticas y de los pabellones nacionales. No me extrañaría escuchar con cierta frecuencia un “¡que alguien me explique esto, por favor!”. Y es que, en verdad, más que sueños placenteros y tranquilos alimentados por la “leche de los sueños”, no pocas visiones son vecinas a la de un mundo distópico, como en algunos filmes de ciencia ficción que se confunden con esta realidad.

“¿Es el arte un recurso legítimo para remover almas hacia una actitud crítica y movilizadora?; ¿o es solo un producto para consumirlo y desecharlo?”

Lo que además se percibe es que hay poco optimismo o alegría (salvo excepciones) y muchos, muchísimos desafíos para entender quiénes somos aquí y ahora, en este mundo acosado por el cambio climático, las transformaciones en general, la pandemia, la guerra, los grandes y pequeños poderes en juego.


Entonces, vienen las preguntas: ¿y ahora qué? ¿Es el arte un recurso legítimo para remover almas hacia una actitud crítica y movilizadora?; ¿o es solo un producto para consumirlo y desecharlo? Y aquí no podemos esconder la diversidad de miradas sobre temas que son comunes a nivel global pero que carecen en realidad de respuestas, porque este es el lugar menos adecuado para encontrarlas. Más aún cuando está claro que también hay un arte contemporáneo cada vez más ensimismado y desconectado de la mayoría de la (su) población (sobre todo el comandado por Europa), pero sí vinculado al potente mercado del arte, en el que podrían (o no) emerger nuevos artistas con obras revalorizadas para quienes pueden y tienen los recursos para adquirirlas.


Es la Bienal de Venecia, a no dudarlo, también una muestra para coleccionistas y mercaderes. No en vano están presentes, no necesariamente dentro de los espacios oficiales de la Bienal, artistas muy en boga en el primer mundo, cuyas obras valen mucho en el mercado y dan prestigio a quien las posee. Este debate no tiene fin.


Pero más allá del tema mercado, hay artistas y obras que son inexcusablemente magníficas, desde mi punto de vista. Rescato la propuesta de Dinamarca que propone una mirada dramática de lo femenino/masculino a partir de una pareja de centauros en la que el macho/hombre está ahorcado y la hembra/mujer recostada con la mirada perdida; o el arte de Mirko Jakse, de Eslovenia, cuyas visiones oníricas de mundos y seres son perturbadoras; el arte con tecnología de Corea del Sur; las porcelanas de Letonia; la valorización del juego en la infancia de Bélgica; el arte de Simone Weigh de EEUU; la invasión del color de Kosovo; la propuesta de Venecia en torno al mito de Apolo y Dafne; las esculturas de arcilla del argentino Gabriel Chaile; los fantasmas verdes de Sandra Mujinga…


La Bienal, como toda muestra de arte, es una experiencia personal. Por su envergadura, esta podría convertirse no solo en una aventura sino también en una inmersión necesaria para confrontarse con visiones completamente distintas y diversas, pero en cuya raíz encontramos, quizá, similares preocupaciones y reflexiones, incluso desde lo local.


El arte contemporáneo es un poliedro infinito y así como tiene una de cal y otra de arena, es innegable que ha tomado un rumbo propio distante de las artes tradicionales y académicas, aunque bebiendo y alimentándose todo el tiempo de ese legado. Es difícil valorar el arte contemporáneo tanto por su diversidad como por la ausencia de fronteras; no pocas veces, cuando busco cómo definirlo solo me vienen a la mente estos versos del gran Vicente Huidobro: “No hay bien no hay mal ni verdad ni orden ni belleza / ¿En dónde estás Altazor?”.

“El arte contemporáneo es un poliedro infinito y así como tiene una de cal y otra de arena, es innegable que ha tomado un rumbo propio distante de las artes tradicionales y académicas, aunque bebiendo y alimentándose todo el tiempo de ese legado.”

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