Publicamos los tres microcuentos ganadores del II Concurso nacional “Mi alma no tiene color, una vida libre de racismo”, organizado por la oficina del Banco Mundial en Bolivia. El jurado integrado por los escritores Liliana Colanzi, Mauricio Murillo y Rodrigo Urquiola, escogió los tres mejores relatos de cada categoría: “A”, para autores de 13 a 17 años; “B”, de 18 a 23 años; y “C”, de 24 años en adelante.
Itagué Dosape- Ayoré
Relato ganador de la categoría “C”
Oriana Tamara Alba de Alencar Villarroel
En una de sus largas caminatas, Itagué Dosape se encontró con una gran planta de garabatá. Siempre que se adentraba en el monte iba acompañada de varios animales y caminaba bajo el arcoíris. Comenzó a escarbar para sacar la planta y llevársela a su comunidad. Los tatuses de ojos tristes y los osos hormigueros hambrientos la ayudaban escarbando la tierra alrededor de la dajudie. Mientras tanto, la planta se hacía cada vez más grande y su raíz más profunda. Se preguntó, rascándose la cabeza, cuál había sido la última vez que cosechó una mata tan grande. Sus hojas servirían para hacer varios bolsos. El hilo lo teñiría con paquío o con cáscara de ajunao y raíz amarilla. Ella ya sabía hilar y torcer la fibra, ahora estaba aprendiendo a tejer los bolsos. Ya era una niña grande.
De más grande ya no sería una “bárbara”, como le decían los niños cojñone cuando la veían en la puerta de la iglesia vendiendo sus collares. Tendría una casa en el pueblo, comería mucho y tendría mucha fruta en su lote para sus animales.
Una vez, un hombre le había gritado “marginal” cuando casi la atropella con su moto. Sintió que esa era una palabra fea, aunque no sabía muy bien lo que quería decir. Ese día se puso tan enojada que terminó rompiendo una pequeña calabaza que estaba adornando. “Marginal” le retumbaba en la cabeza. Lo había dicho con tanta rabia que seguramente era un insulto, como cuando ella retaba a su perro y este se agachaba escondiendo su hocico. Pero ella no se iba a agachar ni esconder. Solo que cada vez que se acordaba de ese hombre, le daban ganas de suncharlo con una rama.
Ya era de tarde cuando terminó de escarbar la raíz. Colgó la planta en su mochila para llevarla a casa. Los tatuses marchaban alegres a su lado, junto con los osos hormigueros que ya tenían sus panzas llenas de abundante comida. También llevaban lo recolectado ese día: plumas coloridas, raíces y semillas que iban cayendo de su bolso con la esperanza de convertirse en grandes árboles.
De camino al pueblo se encontró con los demás niños pescando en el río, más allá a las mujeres tejiendo los símbolos de su cultura en los utebetai y los peyé, mientras los hombres alegres y sonrientes se preparaban para la caza tallando sus flechas. Ella no era “marginal”, lo que sea que eso significase. Todos ellos eran personas, eran ayoré.
Los sin tierra
Relato ganador de la categoría “B”
Alicia Camelia Hurtado Rivera
“Nací y moriré aquí”, me dijo mi padre desde que puedo recordar. Él era idéntico a mí y yo a él, como todos en mi comunidad. Nos llaman guarayos, pero somos ayoréode. A ellos no les importa saber, ni conocernos. Nos desprecian.
Visten diferente a nosotros y parecen de otro planeta, no importa si su piel es más o menos oscura que la nuestra; de todas formas, nos miran desde arriba. Ellos arrebatan, entran en los bosques y proclaman que esa tierra les pertenece, quieren tumbar los árboles y traer ganado. Mi madre dice que la naturaleza siente, pero ellos nunca entienden.
Mi familia siempre ha tenido que escapar. Primero huimos de los que llegaban envueltos en metal y decían que nos habían descubierto. Nos introducimos en la llanura y los perdimos, creíamos que estábamos a salvo, pero volvieron, esta vez con máquinas gigantes que perforaban la tierra y secaban la vida. Tuvimos que crecer alrededor. Vi a los pájaros aprender a volar, a las urinas caminar por primera vez, eso no tiene ningún valor para ellos.
“No se integran”, nos dicen, pero nadie se toma el momento de aprender nuestra cultura. Les molesta nuestro acento y nuestra forma de vivir.
Así que supongo que por eso lo hicieron, porque odian lo que no conocen, así que decidieron terminarlo. Una noche hubo un humo espeso que rodeó todo el bosque. Cuando salimos, el verde se tiñó de rojo, los animales aullaban de dolor, y recordé lo que ellos llaman infierno.
Mi abuelo dijo que cuando intentaron cambiarlo le hablaron del cielo y del infierno, del mal y del bien. Le leyeron un libro que hablaba de hombres que con sus palabras separaban el mar y convertían las piedras en pan. La historia que mi abuelito más repetía era la del hombre que encontró una tierra para su pueblo, porque él creía que ese era nuestro destino.
Si uno era bueno, le pasaban cosas buenas, eso decían, pero esa noche supe que las cosas malas te pasaban si no obedecías a los que tenían el poder.
Tuvimos que dejar todo atrás y volver a escapar. Mi padre no tuvo fuerzas, así que se quedó a cumplir su promesa.
Y, mientras las llamas del fuego consumían todo a nuestro paso, me preguntaba si algún día encontraríamos nuestra tierra prometida...
Todavía somos de bronce
Relato ganador de la categoría “A”
Alejandro Numbela Rodríguez
Una porquería este cole, así no era cuando estaba en el fiscal. Yo no era el más capo, pero nadie me molestaba. Al menos ahí, si tenías algún problema, sacada de mugre nomás era, ahora no puedo ni mirarles a estos changos. El Matisito me cae bien, pero el Roberto no para de hinchar con lo del color de mi piel.
El otro día, en el partido contra el “C”, ese burro y su grupo no paraban de hacer como monos. Todo el rato joden con sus apodos horribles: Carbón, Batón, Túpac, Nigga, Indio o Animal. Anteayer ya estaba pensando en ponerle en su lugar a ese opa y justo cuando le iba a partir el hocico llega el guardia y me ve. ¡Qué desgracia! Pasado mi jefa va a venir hablar con el director, espero que no me boten.
Ya hemos salido de la reunión. No sabía que este director era un cobarde, le he dicho todo lo que me hacían esos tipos. “Me insultan, me escupen, alguna vez hasta me han intentado robar”, pero nada, se le cuaja porque el tío del Roberto trabaja en el Seduca, así que cualquier chistecito lo sacan. Él nos dijo que ya no estaba el antiguo director por “incompetente”, pero todos sabemos que ha entrado por muñeca. Al final, le valió lo que le dijimos y le amenazó a mi mamá, con una cara de asco mirando su pollera: “Si su hijo comete una falta más ante esta institución, perderá la beca, lo expulsaremos y me encargaré personalmente de que no vuelva a entrar a ningún colegio privado”, gritó ese perro. Me hubiera lanzado a su cuello si mi mamita no se ponía a llorar. La abracé y nos fuimos.
Esta mañana han venido los de Mochila Segura. En vez de estar por mi casa, donde matan, esos flojonazos están aquí fregando para ver si tenemos droga, cuchillos o tragos. Como si fuéramos maleantes nos han tratado. A todo medio morenito como yo hasta las tripas nos han revisado, faltaba que nos metan el dedo por donde ya saben nomás para que vean que no hay nada. Uuuta, pero a los choquitos ni el celular les han pedido, solo abrieron su cierre unos dos minutos y listo, se iba el paco.
Al menos los profes, aunque sea un poquito, me quieren. Soy medio corchito, así que por ahí no va la cosa. En los recreos veo al guardia que se queda como muñeco cuando me quieren pegar. Apenas empujo para defenderme y ya aparece encima. El director está ahí wacheando, al tonto se hace mientras ve pasar todo, pero el martes ya no aguanté. Me estaba acostumbrando a no hacerles caso, se dieron cuenta pues y me decían cada vez huevadas más fuertes, hasta que lo escucho decir al Llanos: “Tu mamá es una chola hedionda”. Sé que el guardia miraba; aun así, cerré mi mano, me di la vuelta y le encajé uno que se va a acordar toda su vida.
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