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Florecimiento perpetuo

Hace poco, el gigante realizador español, Pedro Almodóvar, confirmó el inicio de rodaje de un filme basado en la colección de cuentos Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin, con Cate Blanchett como protagonista. En ese contexto, ofrecemos una lectura de esta tan singular como casi ignota narradora, y de este extraordinario compendio de historias.


Una profesora universitaria pierde su trabajo y se dedica a limpiar casas para mantener a sus cuatro hijos. Una enfermera hace dobles turnos en la sala de emergencias de un hospital y bromea con heridos y moribundos. Una madre alcohólica lucha contra el delirium tremens mientras espera ansiosa la hora de apertura de las licorerías de Shattuck Avenue en Oakland. Una profesora de español convive y bucea con los cazadores de perlas en la vibrante costa del Pacífico mexicano. Una muchacha advierte y cuestiona su posición privilegiada en el Chile de los 50. Una niña juega apacible mientras escucha la borrachera del abuelo y de la madre, que beben hasta dormirse, cada uno por su cuenta, en habitaciones separadas de la casa.


Todas estas mujeres son una: Lucia Berlin, cuya singular vida informa los relatos que componen Manual para mujeres de la limpieza, un delicado y dedicado compendio de sus escritos datados entre 1960 y 1990. Se trata de un ida-y-vuelta: la experiencia nutriendo a la literatura, la vivificación del lenguaje influyendo en el correlato de una vida. Estos cuentos son impresiones de una cotidianeidad tan cruda –en cuanto a las condiciones materiales– como rica en cuanto a la cultura, influencias, idiomas, afectos, sabores, dolores, adicciones y conversaciones que la iluminan.

El universo de Berlin está constelado por seres marginales y marginados, pero a diferencia de otros autores norteamericanos como, por ejemplo, Bukowski o Palahniuk, que habitan la llaga y ahondan en la miseria e incorreción de sus personajes e historias, en los cuentos de Berlin existe un último reducto inagotable e irreductible: la ternura; entendida esta no como debilidad o mera inocente fascinación ante las cosas que acontecen (muchas veces) fuera del control de los personajes, sino como una fortaleza emplazada en el propio cuerpo y en la propia voz narradora: un corazón poderoso y generoso resistiendo al mundo, a la vida, a la enfermedad, a la desesperanza; un alma de destrucción (y construcción) masiva.


"un florecimiento perpetuo que acontece ante nuestros ojos, un mundo asqueroso y estupendo que te recibe cálidamente en su regazo en cada línea y cada página, una obra enorme tallada sobre la materia de la que está hecha la vida".

En esta fascinante escritura se elevan y deshacen ante nuestros ojos personajes de ese arduo, colorido y sinuoso imaginario espacial conocido como “la América profunda” y de otro imaginario –este, temporal– conocido como el siglo XX. Muchos relatos funcionan como cortometrajes o como secuencias de fotografías precisas que sugieren, más que retratar, caracteres y sucesos. Estamos ante una narrativa profundamente conmovedora, donde historias mínimas, cotidianas, autobiográficas –acaso anécdotas triviales–, se redimensionan por el estilo fluido, amable, conversado, cómplice de su autora, donde abundan los guiños, los giros sorpresivos del lenguaje, las metáforas y los símiles originalísimos que devienen en frases memorables: “la gente pobre está acostumbrada a esperar”, sentencia, como al pasar, en el cuento que narra su experiencia como mujer de limpieza y que da título a la colección que nos ocupa. “Parecía un coche cualquiera, salvo porque era muy alto y corto, como un coche estampado contra una pared en una tira cómica. Un coche con los pelos de punta”, apunta divertida, en la pieza en que narra un episodio de la infancia. “Las chicas se agarran a las matas de lavanda en flor mientras en las profundidades la tierra se pliega sobre sí misma”, escribe, como si fuera un poema, en “La vie en rose”, una aventura iniciática desde el ojo adolescente. “Las cadenas y los grilletes entrechocaban; el macadán caía como un rumor de aplausos”, susurra en la preciosa y breve “Macadán”.


La mirada aguda, translúcida y femenina es transversal a todo el libro y se afila en varios cuentos especialmente en aquel en que habla de su ingreso a una clínica clandestina de abortos, o en los que exploran el reencuentro con su hermana enferma terminal de cáncer, o en aquellos en que nos relata romances improcedentes, inmorales, margina(b)les: un hombre casado, un amigo del marido, el amigo de su hijo adolescente. Pero la voz de Berlin no revela perplejidad ni victimización sino algo así como un dulce y digno cinismo.


Hay temas y personajes recurrentes: malas resacas, amores truncos, conversaciones sin (aparente) sentido, esposos-amantes-parejas intermitentes, casi siempre nombrados con apodos gringos monosilábicos (Beau, Joe, Rex, Max), la abuela –en los cuentos que evocan la infancia– y la hermana –en el final de sus días–, todos ellos alternados en episodios cargados de humor, de culpa y redención, vividos con una intensidad abrumadora.


Berlin encuentra en el recurso de la oración corta, en la contundencia y la concisión de sus frases, la manera perfecta de “entregar” (en el sentido que tiene en lengua inglesa la palabra delivery) y desarrollar sus relatos que, en numerosas ocasiones, crean un golpe de efecto muy logrado con finales inadvertidos, truncos, abiertos. Lucia Berlin (Carlotta, María, Eloise) nos convida a su tiempo, a su mundo, a su vida. Los sucesos extremamente reales, atávicos, crueles, fascinantes, autobiográficos se modelan, filtran y conjuran en cada historia por la destreza y gracia de sus milagrosas frases: un florecimiento perpetuo que acontece ante nuestros ojos, un mundo asqueroso y estupendo que te recibe cálidamente en su regazo en cada línea y cada página, una obra enorme tallada sobre la materia de la que está hecha la vida.

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