“El Alto y los alteños desde adentro. Sin barniz, sin sociología barata, sin chauvinismo ni maquillaje”. Una lectura de Los hijos de Goni (Sobras Selectas, 2022), libro de crónicas de Quya Reyna.
“La historia todos la conocen, Goni quería vender el gas de Bolivia a Estados Unidos, la vía sería Chile y es por ello que varios alteños estaban molestos: ¿por qué? Porque el gas era lo único, pensaba yo, que le daba algo de comodidad a varias familias, perder el gas justificaba un enojo colectivo”. (15)
Este tipo de verdades se filtran en las páginas de Los hijos de Goni, libro de crónicas de Quya Reyna que acaba de editar Sobras Selectas.
“Los que no jugaban con el pan, las que llevaban medias impares remendadas o con algún encaje viejo. Yo los entendía. Luchábamos para no convertirnos en hijos de Goni”, agrega en el texto que da título a este libro. Entre anécdotas e historias personales que todos tenemos, que todos contamos y que a veces escribimos en Facebook –de hecho, ese es el origen de algunas de estas piezas–, la autora alteña filtra –y ahí está la riqueza– situaciones y contextos que todos sobreentendemos o intuimos, pero que pocos conocemos de primera voz y menos en carne propia.
La honestidad y valentía –casi nunca presentes en la mentada red social– hacen no solo llevadero, sino valioso y necesario este libro narrado en primera persona, matizado de realidades y lindante, si se quiere, con la buena autoficción (tan injustamente denostada en estos días, solo por la abundancia de libros malos). Y es que Los hijos de Goni es un libro de crónicas que bien puede ser un buen libro de cuentos o, mejor aún, es una novela redonda. Esto no quiere decir que se desmerezca o ponga en duda la veracidad de lo contado y el propósito de la autora de presentar las historias como crónicas. Simplemente vale advertir que el conjunto cobra coherencia y valor estético.
Yo creo que un hombre de El Alto no es nada si no es más que su vecino, por eso los adornos coloridos en las bicicletas y minibuses, por eso las fachadas bien llamativas de los nuevos edificios, por eso la línea del pantalón casimir bien marcada, por eso los aretes de oro, por eso el bailar en la fraternidad más grande, la mejor. Por eso, nada más que por eso, porque no se puede vivir sin decirle a tu vecino: tu envidia es mi bendición. (22)
El Alto y los alteños desde adentro. Sin barniz, sin sociología barata, sin chauvinismo ni maquillaje. Entiéndase esto último como genuino; genuino incluso en los aciertos de la edición/no edición que no interviene, que no “corrige” ciertos “errores” que no lo son. Hay que saber escribir la oralidad. Hay también –y hay que decirlo– momentos en que no se deja salir la espontaneidad reinante en el grueso del libro. Prima también en varias páginas el “estilo Facebook”: confusión en el manejo de voces y priorización de algunas escenas y momentos taquilleros, generadores de likes.
Los primeros cinco de los nueve relatos son los más logrados, aunque las historias restantes no desmerecen el todo. Es más, el cierre con “La ‘ciudad’”, donde Mari, la protagonista y narradora vuelve a ser una niña, refleja una necesaria circularidad y refuerza la idea de leer el libro como una novela.
En los primeros cinco textos, no obstante, se concentra la fuerza y originalidad. “Los hijos de Goni” cuenta el dilema identitario de los alteños: campesinos e hijos de campesinos, la mayoría, en una gran urbe que aún no termina de ser ciudad, pero que a la vez tiene una fuerza e impronta de pocas otras. En “El Huicho” y “El arte del khamaneo” se prueba que, aunque los alteños pasan por mil oficios –carpinteros, minibuseros, agricultores…– son esencialmente comerciantes, lo llevan arraigado y se dedican a ello casi instintivamente.
“El Huicho ganaba al día, solo del baño, por lo menos unos quinientos pesos. Me consta porque alguna vez trabajé atendiendo su negocio”, cuenta Quya respecto a su tío.
¡Vivimos de la caca, deberías lamer el suelo donde hay caca, deberías besar el poto de todas las personas!, le dio una vez el Huicho a su hijo cuando él, ya cansado del olor a excremento que aguantaba cada noche, se quejaba por ser quien siempre tenía que limpiar los baños antes de terminar la jornada de trabajo. (21)
“Un fiambre” y “La ratera” –con los que se cierra esta primera mitad del libro– y también “La ‘ciudad’”, muestran a los alteños desde adentro, en primera persona: vivencias de niñez, privaciones, descubrimiento del mundo que los rodea, interacción con los demás, pero siempre desde la realidad que los precondiciona.
Es que no hay receta cuando se trata de preparar tu fiambre y, menos mal, no hay reglas cuando los dejas en el apthapi; no hay asco cuando usas tus manos para levantar aquello que puede ser lo único que comas en el día (…pienso que por eso los alteños y alteñas no necesitan tener mucho para recibir más de esta ciudad. Es que no hay receta para ser como somos (…) quizás sí pues, eso es el alteño: un plato sin receta, uno que se construye desde lo que hay en casa, desde lo que se cosecha, dependiendo la temporada. (35-36)
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