Marcia Mendieta Estenssoro escribe sobre la novela que fue Premio Nacional de Novela y que ha sido reeditada recientemente por Dum Dum.
Leo por segunda vez Seúl, Sao Paulo. Entre la primera y la segunda lectura, equivalente a la primera edición y esta nueva edición con Dum Dum, hay cuatro años de diferencia, que podría no ser mucho tiempo, si no estuviésemos hablando de un libro que no solo se escribe en Bolivia, sino también se pregunta sobre Bolivia. Cuatro años podrían no ser mucho si no habláramos de un país donde han pasado muchas cosas desde entonces y siguen pasando muchas cosas.
Quiero entonces para esta reseña detenerme en algunas ideas que me surgen en esta nueva lectura y me parecen interesantes. Una primera idea que rescato es cómo se construye la identidad en el otro, en la búsqueda del reflejo o en la manera de evidenciar la distancia.
La voz adolescente del protagonista se forma a partir de la observación al primo, Tayson, también adolescente. Es a partir de los cambios en el primo, en su cuerpo, en sus intereses y el seguimiento a cada uno de sus desplazamientos, que el protagonista va buscando su lugar en cada uno de los espacios donde se desarrolla la novela: la familia Pacsi, las amistades, la premilitar, la relación con las mujeres, la ciudad misma.
Durante toda la narración, entre la comparación y la competencia, los lectores somos testigos de una disputa, muy masculina, por el centro, un centro donde no habría cabida para ambos personajes principales:
“Al llegar a casa, mi primo se encerró en su cuarto y estudió su rostro frente al espejo. ¿Sería la adolescencia? ¿Sería que Bolivia empezaba a florecer en su cuerpo, junto con el acné y esos pelos finitos que crecían en su barbilla?”
“Parecemos un viejo matrimonio. De esos que hacen Guerra Fría por cualquier cosa. Tayson no ha dejado de hablarme, pero a nuestras conversaciones les falta algo: chispa, perversión. Cuida sus palabras; sabe que el génesis del pleito está ahí, en cualquier frase malinterpretada, en cada verbo: putea en portugués. Yo, por mi parte, hablo en un español collísima, con eres que suenan como erres y alternando palabras en aymara.”
Pero no solo es el narrador quien busca ese espacio. El padre del protagonista también navega entre las historias de sus hermanos y se reafirma una y otra vez, a partir de su voluntad de quedarse en el país e ir en contra de las historias de los otros. Seúl, Sao Paulo se detiene en un punto para armar un corpus de pequeños relatos migrantes: el tío Casimiro, que vive en el norte de Chile; el tío Buenaventura que se va a Buenos Aires; el tío Yojan, que intenta emigrar a Inglaterra, el mismo tío Waldo, padre de Tayson, que viaja y regresa del Brasil con su familia.
Incluso, cuando uno de los personajes, el librero y estudiante de sociología Dino, se pregunta por Bolivia, lo hace bajo la convicción de que la identidad se forma en la búsqueda de un otro donde reflejarse. “Creo que todos los países latinoamericanos somos el intento fallido de algo. Argentina es un intento fallido de Europa. Brasil es un intento fallido de ser Estados Unidos. La pregunta clave es: ¿Bolivia de qué es un intento fallido?”, se oye en la voz del personaje y se responde más adelante en la historia.
Otro punto que quiero tocar es que estas disputas, este medirse constantemente de los personajes con quienes les rodean, marcan también ciertas violencias que están muy bien contenidas. El texto logra, a través de una suerte de fragmentación y de trabajo con los silencios, que esas violencias teñidas por la adolescencia, la sexualidad, la identidad racial y de clase y sobre todo la identidad migrante, estén claramente visibles y entretejidas, pero no se desborden.
Así como en esa escena, donde el narrador es obligado por sus superiores a saltar del techo de un edificio gritando “Viva Bolivia” para probar su hombría-patriotismo, así nos mantiene suspendidos la tensión del relato, sin dejarnos caer de golpe, pero tampoco sin dejar de traspasar a sus lectores la violencia de esa mirada al precipicio, aparentemente oculta bajo el halo de lo que ha sido normalizado:
“Vasaprender historia, dijo.
Vasaprender a ser un buen patriota. Ahí no hay tu tía. Si no sabes
algo, jaripe. Si te atrasas cinco minutos, al chancho.
Querían meterle la patria a palazos.”
Lo violento sería insostenible, claro, sin esos silencios de lo que no se llega a decir, pero también sin la familiaridad de la música, del paisaje, del habla, de todas aquellas marcas generacionales. Entre el K-pop y los videojuegos, entre el fútbol y la mota; la adolescencia se traduce en experiencia colectiva.
Y en medio, ese paisaje que no es solamente paisaje. La ciudad que es también tono y lenguaje. Las ciudades y especialmente lo que queda entre ellas. Entre Seúl, entre Sao Paulo, entre La Paz y El Alto.
“Las mañanas en la base aérea contagian una paz que solo se desintegra cuando el suboficial Sucre aparece. Seis y media de la mañana; los pajaritos cantan. Azul, naranja, lila: el cielo a medio hacer.
A Tayson le gusta la base aérea. Le gusta El Alto, su geografía.”
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