Comenzamos una serie de reseñas de libros de poesía presentados en el marco del Festival de Poesía Sudaka Marica-Machorra-Trava-Cuir 2022
Carne sin rostro
Alí Céspedes
Fruit Salad Shaker Ed. (2022)
Un cuerpo sombra late dentro del niño y sus infantiles ojos que contemplan el ropero abierto para seleccionar la piel que mejor vista su informe identidad en construcción y descubra que el “tú-no”, el otro en sí, lo arrastra al subsuelo de lo que no quiere nombrarse. Con esta mirada el poema “Infancia” abre el clóset, el cuarto oscuro, el ataúd, el cajón y, con él, el conjunto de 27 poemas que el escritor boliviano Alí Céspedes nos presenta como Carne sin rostro, publicado este año por la editorial artesanal e independiente costarricense Fruit Salad Shaker.
Los primeros versos, los niñatos ojos que escrutan la oscuridad interna del ropero, se podrían plantear como el correr el velo, arrimar la cortina, levantar el telón de esta casa/ropero/caja como pequeño teatrín de la familia y sus roles; algo así, quizás, como un retablito ayacuchano; esa artesanía divina que no es nada más que un roperito decorado con polícromas flores estridentes en contraste con el blanquecino fondo de roble que encierra las tragedias y dolores con fulgurante alegoría.
Sumergidos en el ropero, el abrigo más largo inunda la vista. Es el abrigo más largo, el más grande, el más masculino, el protagonista del deseo (“El abrigo más largo del ropero / parece un adulto”), al que a la vez se teme (“El abrigo más largo del ropero / parece una advertencia”) porque hay orden dispuesto desde el origen, el que el padre le recuerda al enunciar: “Mi padre me cuenta / el inicio del universo / para que no llore / cuando se acabe”.
El cuerpo “tú-no” (identidad suprimida aunque en evolución), de alguna u otra forma, parece querer escapar de la claustrofobia espasmódica de la indefinición embrionaria que se acentúa cuando se nos revela, en el poema “Hilera de grietas”, que la “Ave bruja”, que sería la madre o figura femenina, se ha llevado todos los colores y que “Seguirá caminando / el peso negro / por las paredes”. La casa sería, entonces, jaula y prisión abismada en un aura oscura y densa que podría recordar las atormentadas voces de entrecasa de Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik, como en el poema “Lo que atrapa el viento”, al enunciar: “Una herida niña / y el rezo colgado / para que habiten / bajo la cama / todos sus blancos monstruos”.
Desde esta perspectiva, podemos pensar al “tú-no” también como un hikikomori; una identidad externa que es y no es parte de un sistema o “cistema”. La manifestación entrópica de la abolición de la antigua moralidad (como decía Pasolini), el paradigma prehistórico de la identidad definida desde el exterior, del “te tratan como te ven”. El nuevo cuerpo es la identidad de adentro para afuera, la que tú creas, es la que se define o no se quiere definir; es lo que en cierta forma espeta el autor en el poema “Deadream”, al escribir: “Tal vez la respuesta / siempre fue una pregunta / ¿el no ser / nos molesta?”.
A continuación, “Las grietas de la calle” sugeriría el nacimiento del reflejo, del “tú-no” que se mira como un Narciso en el espejo del agua, olvidando quizás que todos los problemas de la identidad humana se inician cuando nos miramos por primera vez en el espejo. Y caemos en ese espejo de nosotros reflejado en el agua turbia, empozada como el vientre materno, en la figura de la fuente y del origen en el negativo, en el fondo del subsuelo de los recuerdos bajo llaves sin ojos que no encuentras cuando se reagrupa el firmamento para continuar con su llanto llovizna. Todo esto nos parece indicar cuando versa: “Son las grietas de la calle un camino al recuerdo. Las abro como hurgo mi bolsillo y busco las llaves de casa cuando las he perdido. (…). Cuando la sombra empuja mi cuerpo, tengo la cabeza dentro y veo –en la profundidad, que se levanta y chorrea– el bosquejo de una persona con mis ojos, mi voz, mi rabia… Ese rostro se contrae en una mueca. Es un signo de interrogación. Ha perdido la cerradura de su nombre (…). Y lo profundo aún mide poco más de cuarto metro de agua sucia”.
Carne sin rostro / “tú-no” aflora en el doblez del deseado cuerpo acaso monstruo entregado a la pasión y el fuego contra la corporalidad oficializada, la nombrada, la que encara el mundo fingiendo. “Tú-no” emerge del peso negro mostrando los colores que han caído del pico de la madre “Ave bruja” ausente en el poema “Silencio”, que nos habla: “Este cuerpo no nuestro / transparenta sus colores / bajo el pedazo de sol / que rompe la ventana / ¿Cómo conocer / la forma cóncava / del mundo fuego / sin desear / ser incinerado? / La verdad no dicha / sangra / cuando la miras / ¿cómo puedes / existir en plena luz / sin ser pronunciado?
Levantado el otro cuerpo descubre que el cuarto oscuro estuvo abierto en el siguiente poema, “Puerta sin picaporte”. Vemos que la habitación abre sus mariposas-puertas al andrógino que transita la rutina bajo el camuflaje de unidad productiva oficial como oficinista y la casa continúa en escalas de grises en el poema prosa “Instantes”, colgando la opresión del “Ave bruja” que no ha vuelto a casa.
Seguidamente aparecen “Cuando Ícaro perdió sus alas” y “Ave bruja”, versos que parecieran dialogar entre sí, creando imágenes que podrían traducirse en algún tipo de instalación de arte, debido a los elementos simbólicos que enumeran y las escenas que describen. Luego, con el picoteo de la “Ave bruja” reaparecida en “Reflection”, la ceguera sin rostro deambula y divaga en los textos que siguen al poema “Tiempo” en una especie de persecución con la muerte, a la que previamente el autor otorgó la voz del canto de un guajojó. Vemos que la muerte o la sombra viene a reclamar lo que no hay y nunca fue suyo en el poema “Peso negro”: “La sombra / prende fuego / los hilos en mi tráquea / crea un sol / y lo levanta.// Mi sombra / –casi despierta – / cobra deudas / y empuja / mi cuerpo odiado / frente al espejo…”
Después de este aparente enfrentamiento el espejo de las evasiones quedaría hecho añicos, incrustando sus esquirlas en los poemas que concluyen este coherente poemario, donde cierta desesperación se percibe en la estridente visión del ruido blanco cuando lo que se pide es el imposible silencio frente al clínico ojo que califica enfermedades y selecciona trastornos ante lo que la voz responde: “estoy bien como lesbiana” en “Diagnóstico”, para seguidamente cuestionar en “Pregunta”: “¿es sueño ser yo y no otro? // Aquí / lo que duele / está detrás de una cortina / habitamos lo corrompido / mientras se ve tu sangre / dulce y fría / solidificarse trasparente / en el espejo”.
A partir de “Tengo derecho a destruirme”, cierto sosiego introspectivo discurre hacia los siguientes poemas: “Confesionario”, “Microtexturas del yo”, y “Este cuerpo no es mío”, donde se podría entender que las heridas se han curtido, aleccionando a la voz que se encuentra: “En un faro / abandonado / por las luciérnagas” (“Confesionario”), “En términos de carne: víscera embutida, tejido funcional, canal de ríos rojos que a veces desbordan fuera del mapa. Este cuerpo no es mío. Es la figurita rosa que gira en tu cajita de música. Ha inventado formas de andar, amaneradas como toscas, por el camino sinuoso que surcan otros cuerpos marcados. (“Este cuerpo no es mío”).
El cuerpo “tú-no” marcado en el interior nos ha trasladado al otro lado del espejo quebrado, donde vemos otros cuerpos negados semejantes, que son más fantasmas navegantes, náufragos golpeados por el mar del miedo, cuando nos afirma, en el poema “Otros cuerpos”, que “Nuestros cuerpos sangran igual / pero no existen”, o cuando reflexiona: “Qué es violeta sino / un azul más soñador, / más golpeado”, en los versos de “Naufragio”, cuando parece identificar los moretones dejados por los dedos invisibles de “tú-no” que han recorrido tu carne, huesos y piel como las paredes interiores del ropero, de la caja, de la casa, que es el reflejo del mismo cuerpo invertido boca abajo en el discurso de la ambigüedad, esa afilada arma para nuestras identidades descartadas por el sistema que encastilla al binarismo como fortaleza de su fantasía heterosexualA. Algo que con gran claridad, de forma acertada y directa, Ali Céspedes logra transmitir en “Autobiográfico”, poema con el que cierra su cohesivo proyecto poético, al confesar: “Odio las casillas F – M / en tus formularios / y el espacio al que / debe caberle un nombre / que ha de ser mío, / aunque apenas ayer / haya intentado componerlo”.
* Rafael Antonio García Godos Salazar
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