Una evocación del XVI Festival Mundial de Poesía de Venezuela, celebrado hace poco en Caracas y otras ciudades, en la memoria de los cuatro poetas bolivianos invitados al evento.
El imponente Teatro Teresa Carreño está colmado de poetas internacionales y nacionales, académicos, diplomáticos, juventudes, medios y uniformados de distintas reparticiones estatales. Un hormigueo laborioso –que será una constante en todo el festival– se despliega y al momento del inicio del evento (todas las lecturas se transmiten en vivo por televisión nacional) la poesía se halla en un sitial altísimo. Cuando vas uniendo los puntos en el aire, te das cuenta de que aquello no es casualidad: la esposa del presidente Nicolás Maduro es poeta; está presente Gustavo Pereira, autor del Preámbulo a la Constitución Bolivariana de Venezuela (donde a su vez rinde tributo a Aquiles Nazoa, poeta nacional); el Festival Mundial de Poesía recuerda los 200 años de “Mi delirio en el Chimborazo”, poema germinal que escribió Simón Bolívar en plena campaña independentista americana; y el encuentro homenajea anualmente a un poeta por su trayectoria, en este caso, a la tremenda Ana María Oviedo Palomares, una mujer con una obra contundente y que fue una suerte de madrina y anfitriona de un singular y trascendente evento.
El festival, al margen de tener una agenda completa de reuniones, galas en el Teatro Bolívar, conferencias, talleres y visitas a colegios, bibliotecas y parroquias (barrios), es también plataforma de lanzamiento de políticas culturales visionarias: se inaugura la Escuela Nacional de Poesía, proyecto estatal co-curricular de gran escala; la Cancillería garantiza a Caracas como sede del congreso del Movimiento Poético Mundial en 2023, un colectivo de alcance continental dirigido por Luis Fernando Rendón, coordinador del Festival de Poesía de Medellín, acaso el más grande evento poético mundial de la actualidad, que agrupa a delegados de varios países, entre ellos Perú, Honduras, El Salvador, Rusia, y Cuba; y se planifica un importante programa de intercambio entre Colombia y Venezuela, países cuyos artistas se reconocen como hermanos, pero que tuvieron sus fronteras compartidas en tenso cierre por años.
Las autoridades culturales que nos toca conocer son un caso aparte de accesibilidad y camaradería. El vicepresidente sectorial de comunicación, cultura y turismo, Freddy Ñañez, quien afirma haber sido “tan mal músico que me echaron de una banda de punk”, está lleno de energía, de anécdotas, de proyectos y es –cómo no– él mismo, un poeta reconocido e impulsor de la editorial Acirema; Ernesto Villegas, ministro de Cultura, se hace presente personalmente en las galas y en la entrega de víveres en el desastre de Las Tejerías; y Edgar Padrón, viceministro de Planificación y Estrategia Comunicacional del Ministerio de Cultura,toca el cuatro acompañando a la cantante Piakoa en la última noche de lecturas en El Techo de la Ballena, librería-café nombrada así como homenaje al movimiento artístico de los 60 liderado por Juan Calzadilla.
Hace algunos años el carácter social y político y a la vez cadencioso y humorístico de la poesía venezolana me llamó la atención y convertí a dos autores en lecturas de cabecera: Farruco Sesto y Víctor Valera Mora. Pero por supuesto yo ignoraba la existencia de Juan Calzadilla, de Gustavo Pereira, de Luis Alberto Crespo, de William Osuna, de Antonio Trujillo, por nombrar a una generación de “consagrados”; de Karelys Buenaño, de Yumira Buscán, de Vielsi Arias o de Giordana García, por nombrar a las autoras; o de Ennio Tucci, Bolívar Pérez, Eloísa Soto o Rubén Darío Roca, por nombrar poetas jóvenes; nombres que figuran en los lomos de varios de los libros –el verdadero botín de estas aventuras letrosas– que ahora me sonríen desde mi sobrecargada bibliotequita atestada de pendientes.
Para no caer en aquella costumbre de mostrarnos solo la cara bonita de la casa, el festival fue centro de acopio de artículos de ayuda para los damnificados de Las Tejerías, pueblo donde un turbión desbordado arrasó parte del pueblo dejando muertos, heridos y desplazados. Así que fuimos a caminar el lodo fúnebre y pudimos advertir de cerca la labor de rescate y contención, y pude cantar mis canciones a niños que acababan de perder familia y casa, una experiencia poderosa donde además pudimos ver que existe un Ministerio del Poder Popular para la Mujer y la Igualdad de Género, o un Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo. Los amargos dirán que es retórica; yo digo que es echarle agüita a la utopía y hacer tangibles los ideales en tiempos de oscuro cinismo comandados precisamente por quienes nos vendieron la imagen falsa de un país muerto de hambre.
Leer, acerca. Viajar, enseña. Saber, consuela.
El viaje de ida había sido chacota: Ana María Oviedo, la poeta homenajeada, resultó ser una gran cantante y guitarreamos en la ruta que serpeaba el monte. Dato curioso para el orgullo boliviano: Nilo Soruco solía tocar en la casa familiar de Ana María, durante su exilio caraqueño. El amenísimo Antonio Trujillo (homenajeado en la anterior versión del festival, poeta, cronista y director de la Revista Nacional de Cultura, una cuidada publicación que pone en alto el arte y las letras venezolanas) revela otro dato bolivianista: conoció al pintor cochabambino Freddy Escóbar Vega. El camino de regreso a Caracas fue silencioso y abotargado, pero con el alma llena.
Y llenos cada uno de los siete días de festival, la agenda nutrida nos mantuvo ocupados, atentos, presentes, y a salvo –para bien o para mal– del turismo, y que te dejaba al término de cada día –citando al poeta y pintor venezolano Benito Mieses, uno de los tantos nuevos amigos– “destruido, pero no derrotado”.
El Mundial de Poesía nos permitió conocer a un sobrio y profundo Ismael Diadié Haidara, radicado en España; a los simpatiquísimos Sotirios Pastakas de Grecia y Antoine Boulad de Líbano, que vencieron fronteras de idiomas y distancias para estar presentes en el festival. Y de Centro y Sudamérica una constelación de autores que mostraron alta calidad literaria y humana: de Colombia el sensibilísimo poeta –y pianista de jazz y boleros–, Fernando Linero, y los afables Saúl Gómez Mantilla y Annabel Manjarrés; el ecuatoriano Ramón Torres Galarza, muy cercano a la realidad boliviana; William Alfaro de El Salvador, quien propició entrevistas y diálogos para su programa radial; o Amanda Durán, de Chile quien, abriendo su propio dolor, hizo llorar a todo un auditorio. Hay nombres que no habitan este escrito, pero sí el recuerdo de un entrañable encuentro.
Me detengo aquí. Hay historias para un año. Seguramente nuestros caminos volverán a cruzarse y aquí se siembra algo que se cosechará en el futuro. Estos y otros flashbacks que exceden la crónica, me reconfirman que la poesía es una patria que se hace cada día, un territorio libre y móvil de encuentro, belleza y resistencia.
¿A quién se le cuenta la felicidad?
Oscar Puky Gutiérrez
Caracas fue una fiesta. La Poesía tiene esas magias asombrosas.
El XVI Festival Mundial de Poesía de Venezuela fue un inolvidable despliegue de fervor poético y humano. Los poetas reunidos allí, provenientes de extrañas latitudes (Lesoto, El Salvador, Rusia, Grecia, Mali, Bolivia...), fuimos testigos, el primer día, de la creación de la Escuela Nacional de Poesía, una instancia multiministerial cuyo propósito es volver transversal la poesía en toda la currícula escolar de Venezuela; es decir, asegurar el contacto vivo con la potencia poética a todos los niños y niñas de ese país.
Quienes somos testimonio caminante de lo que es capaz de detonar el poema exacto en el alma, nos sobrecogimos de esperanza ante tal escenario articulado y decretado.
Como es de suponer, con ese comienzo, el resto fue un vertiginoso túnel de gentilezas, solidaridad y recitales en los que siempre había poetas descomunales despetalando el alma.
Hasta ahí, tan solo un pequeño boceto; sin embargo, hubo muchísimos más acontecimientos memorables, pero... ¿a quién se le cuenta la felicidad?
La poesía es una cosa bellamente seria
Verónica Delgadillo
“¿Cuál es el motivo de su visita?”, me preguntó la oficial de Migración en Caracas. “Vengo invitada al Festival Mundial de Poesía”, le respondí. “Bienvenida, poeta”, me dijo ella mientras ponía el sello en mí pasaporte. En Venezuela, los poetas son seres entrañablemente queridos y respetados por su gente. Es un pueblo de mucho corazón. Yo nunca antes vi a un ministro de Cultura trabajar activamente en una zona de desastre, llevar poesía y música a los niños para cuidar su sonrisa. Ni a un presidente de la república inaugurar un Festival de Poesía. En Venezuela la poesía es una cosa bellamente seria.
Con el aliento del viento
Sulma Montero
Como un talismán que me esperaba al salir de una noche rumorosa, asentí al llamado poético que hizo posible mi viaje hacia lo hondo del ser, de la generosidad, de la gratitud. Conocer un país como Venezuela, que sentía en la geografía de mis sueños de manera insondable, fue valioso para dilucidar varias incógnitas.
De pronto, mi propio delirio se mecía con humildad a los pies del gran poema escrito por Simón Bolívar hace 200 años, cuando releía el libro de Armando Alba. Era nuevamente el llamado hacia la vida. La sensación de ser parte de algo que se gestaba en los brazos de la hermandad.
Mi experiencia reverbera a través de las rutas recorridas desde el llano de las nubes que no saben de fronteras, hasta las custodiadas por amorosas frondas y café de la América profunda. El cariño, la convicción y valentía de la gente que tuve la gracia de conocer, me ha conmovido. Los admiro, porque es de grandes sostener la mirada en lo que se ama y luchar para retenerlo.
Asombrada, pude acercarme a poetas de gran jerarquía humana, maestros que con su voz me desarmaron, fortalecieron, e hicieron retornar a la doncella de la risa. Recibo emocionada este aprendizaje como fuente de ventura y esperanza.
Maravilloso encuentro de la palabra y la amistad entre los pueblos. Felicitaciones