Relato acreedor del segundo lugar del Concurso de cuentos al estilo viscarreano organizado por el Movimiento Cultural Ulupika.
Ella, apenas y se podría decir que era una persona, de paso cansado y los harapos que hacían de prendas de vestir, caminaba como en una procesión fúnebre. Como cada día, buscaba lo mismo de siempre, en sus últimas tres décadas de existencia. Salía a buscar sus dos botellas de trago y a oír su nombre de guerra. Todo el vecindario la conocía, a veces se retrasaba apenas unos segundos, pero siempre era puntual, a la hora de salir por su dosis del t’irillo, que tanto le gustaba. En el barrio siempre se preguntaban del por qué le gustaba que le recuerden su nombre. Y, ya casi nadie se preocupaba en mencionarlo. Todos le llamaban siempre de ese modo y en la intensidad que le gustaba, con emoción febril y la arrechura como de quien recién sale de la cana, después de cumplir su condena de diez años sin visita conyugal en “la cocina” de la cárcel de San Pedro en La Paz.
“Ahí viene la Mechita”, decían alguna vez. Y ella replicaba, “cual Mechita carajo, doña Mechi, para vos, gil de abril en mayo” Y se reían como loco sin manicomio.
Y, es que la doña Mechi se había ganado el nombre a punta de patada firme y puñetes bien dados al dirigente minero malatraza de su marido, que le había abandonado con cinco hijos.
La Mechi, en sus buenos años, cuando huayneaba, y estaba en la flor de caña de la vida, era la más codiciada del barrio de Niño Q’ollo, en las costuras de la hoyada paceña. Pocos se contenían de no cortejarla, raro era el que se privaba de semejante placer, los más maracos digamos, por decir algo. Del jalado salchipapero de la esquina, al maleante abogangster de la Pérez Velasco, se los morfaba a todos, hasta tenía a uno que otro diputadillo ladrón del partido de turno, a quien sacaba dinero en floridas cuentas de algún Banco.
No perdonaba a nadie, era una hábil maestra de la seducción. Pocos sabían su verdadera historia del por qué había terminado de ese modo, como monja loca sin Convento.
Si la Mechi era pues, sin mayores relatos y ch’api cuentos, la ñatita del pueblo.
Algún rato se ponía a contarle a doña Rocky, todas sus penurias y congojas. Era casi su confidente de penas, desvelos y sufrimientos. Doña Rocky, además de vender toda suerte de tragullos, vendía mariguana y satuca a toda la lloq’alleada del barrio. De ahí su apodo “Rocky” porque a veces le ponía alguna droga al trago y era como un knock out, para el desafortunado chupaco de turno. Pero había un trago en especial del gusto de la Mechi, así, bien preparaditos con sultana y alcohol de quemar con unas gotas bien contaditas de limón.
Muchas noches, las dos inseparables amigas se perdían en la charla y el desbunde etílico que hace al guerrero perdido en su lucha.
Dos de sus cinco hijos, el Carlitos y al que apodaban, el “pajaro” así escrito sin acento, se convirtieron a temprana edad en hábiles pilluelos, cumbreros y descuidistas. De los otros, su madre, apenas y recordaba sus nombres. El favorito de la Mechi, siempre había sido el Carlitos, consciente y querendón de su madre, intentaba cambiar a sus hermanos al redil del buen Pastor.
El Carlitos llora, se ahoga en su respiración, le vienen espasmos, tiembla, se confunde, cada que recuerda las patadas que su padre le propinaba, a sus cinco años, “Yo soy el Vico, carajo cabroncito”, “a mí, no me vas a joder”, le gritaba, mientras se bajaba la bragueta y alistaba presurosamente a violar a su madre.
Total, para el dirigente declarado en comisión, en una empresa estatal, fiel al partido, sus muchos biyuyos, la guita, la mosca loca, money, cash, euros, yuanes, yenes, soles, lo era todo para él. Ese humilde “estipendio” que percibía de sueldo por tirasaco, le permitía tener más de cinco mujeres, casas y autos de lujo.
El Carlitos, trabajó de todo, tenía en su ser, una noción del bien y el mal muy clara a temprana edad y a pesar de sus andanzas, sabía que no era el camino a seguir. Algo en él, le decía que no debía hacer, aquello que debía hacer, para sobrevivir, o más bien malvivir.
Así, en cierta ocasión, le obligaron al Carlitos a sacar las tripas de cerdos degollados en un matadero clandestino de El Alto. Siempre se ganaba el cariño de la gente, porque si no era esa mirada tierna e inocente que tenía, eran sus ganas de trabajar honradamente.
Su hermano, “el pajaro” (así escrito sin acento), era como el Caín de la familia, un lloq’alla avispado, huaso, insolente y de aracas, como se dice. Ambos hacían una suerte de equilibrio.
Ya de jovenzuelos, el Carlitos y su inseparable yunta, ingresaron y pasaron por correccionales, retenes y la cárcel, por bagatelas y delitos menores, en el caso del Carlitos, su brow, más huaso, llegó a estar detenido por robo agravado. Ambos recordaban, como la figura del Vico, su padre, era muy fuerte, querían cobrar venganza en sus horas de borracheras y encierro.
En cierta ocasión, se encontraban trabajando en el Cementerio General, limpiando lápidas y tumbas en época de t’antawawas, gringas y bizcochos.
De vuelta a las calles, empezaron a volver a buscárselas, a ganarse la vida, como perros, siempre empezando de cero.
Era noviembre, el mes de la muerte, en un país muy alegre, el único país del mundo, donde nos reímos de ella, la parca, la dama oscura y guadaña. Donde siempre se bebe, por alegría, dolor o cojudez. La consigna siempre era, hacer dinero, a cualquier precio, caiga quien caiga. Hasta su propio padre. Debió ser el ocho o nueve de noviembre, cuando a la hora que muere el día un ocasional cliente les compra a la ñatita del Viscacha.
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