A propósito del reciente aniversario de El Alto, una crónica de Leaño Martinet.
Don Eleuterio Mamani estaba muy orgulloso por haberse convertido en el primer alteño en licenciarse como filósofo. Una vez terminados sus estudios en la Universidad Mayor de San Andrés volvió a su casa con el flamante diploma en mano y una serie de serpentinas y mixturas en el terno. Los festejos apenas comenzaban e iban a durar unos seis días.
—Seis, como los discursos sobre el amor que escribió Platón en El simposio, también conocido como El banquete— solía repetir. Ya para el séptimo día de algarabía, se dio cuenta de la cruda realidad: ya no era un estudiante estrella, ahora era un desempleado más en una ciudad que comenzaba a crecer.
El Alto de los años ochenta era muy distinto a lo que es ahora; esa ciudad crece en un año lo que a las otras les toma diez. El barrio de Eleuterio, según contó en una oportunidad, se asemejaba a un pueblo altiplánico, con calles y casas hechas de tierra y agua. Los únicos trabajos que se encontraban eran como constructor en obra u operario en alguna fábrica o maquila. Eventualmente se podía encontrar a uno o dos con oficio de zapatero, electricista o plomero; pero, claramente, no había ni la más remota oportunidad para un filósofo.
Luego de unas semanas, Eleuterio decidió y logró por fin ser ayudante de cocina en una pensión de su zona; lo hizo por alrededor de dos meses. El trabajo le aburría, pero al menos por las tardes y noches podía explayarse con los comensales que después de almorzar se dedicaban a beber hasta elevadas horas de la noche. Era el único público que encontraba para dar sus discursos sobre Dios, el amor, la religión y la vida.
Tiempo después, y gracias a sus ahorros, puso una garantía para prestarse un auto y usarlo como taxi. Cualquiera se atrevería a decir que sería una gran decepción para un licenciado, pero a Eleuterio le encantaba ese oficio debido a que los pasajeros se referían a él como “maestro”. Por otra parte, los tramos largos le gustaban mucho porque podía explayarse con sus discursos; además, comenzó a ofrecer carreras gratuitas a las personas con las que las discusiones resultaban más interesantes.
—Una vez intenté explicarle a una señora la máxima de Nietzsche, esa que dice que Dios ha muerto, pero bien católica había sido siempre, y me decía que sí, que había muerto en la cruz, que todos sabían eso. Como media hora hemos discutido, la señora me mostraba su cadenita con un crucifijo y nunca pude hacerle entender al filósofo alemán. Al final no le cobré, en cierta forma ambos teníamos razón— contaba con una sonrisa.
Pese a que ser taxista no era el sueño de su vida, Eleuterio se confortaba en que ninguno de sus compañeros de la Facultad de Filosofía ejercía como filósofo. De hecho, muy pocos terminaron la carrera, y dejaban dormir sus tesis de grado mientras se dedicaban a cualquier otra cosa que les diese dinero para vivir.
Pasaron algunos años y todo parecía indicar que su destino iba a ser el de taxista. La ciudad continuó creciendo a pasos agigantados y comenzó a tener más y más competencia. Ya no era el único taxista de su barrio, ya eran cinco con el oficio y parecía que dentro de poco esa cifra se duplicaría.
Como Eleuterio era muy abierto y hábil con las palabras, pensó que lo mejor era convocar a todos y formar un sindicato, por lo menos para establecer reglas comunes en el negocio, como tarifas, tramos, zonas y horarios de trabajo. Después de sus primeros acercamientos con los otros conductores, no tardó en darse cuenta de que la mayoría de ellos eran nóveles licenciados en otras carreras. Una era la primera abogada alteña, otro era el primer veterinario e incluso había un odontólogo.
—Nos dimos cuenta de que la universidad era un importante centro de estudios para ser tachero— decía matándose de risa.
El sindicato nació sin nombre ni ceremonias, lo único importante era que todos se contactaban y controlaban. Obviamente, el primer presidente era Eleuterio; sin embargo, la abogada, una tal María Quispe, de la zona de El Kenko, no tardaría en serrucharle el piso y quedarse con el cargo.
—Ella es pues más pilas, ha hecho charles con la alcaldía y ahora le tienen que pagar cuota si quieren tachear en la ciudad. A mí no me llega nada, pero al menos tengo el orgullo de haber fundado algo como los maestros griegos— decía con algo de tristeza en la garganta.
Creo que por escuchar su historia he dado vueltas y vueltas en esta laberíntica ciudad en la que cada esquina es igual a la anterior.
—Esta vez déjeme en la entrada a Río Seco— le pido y creo que no me escucha, porque gira al otro lado.
No sé dónde estaremos yendo, pero mucho no importa, igual siempre acabamos en la pensión hablando de pavadas y no tengo apuro en llegar a casa. Al Eleuterio poco o nada le entiendo, pero me fascina escucharle. Hace un momento adelantó que hablará sobre el machismo en la obra de Hannah Arendt. No puedo esperar.
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