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Días bien graves: cuentos con navaja suiza

Una reseña del libro de Carlao Delgado en el ciclo “Autores leyendo a autores”


Hace casi un siglo, en el bienio 1928-29, escritores y críticos brasileños y rusos descorrieron algunos velos del arte narrativo, o propusieron métodos para la asimilación paródica de los modelos literarios metropolitanos, que vienen a cuento de algunos procedimientos utilizados por Carlao Delgado en Días bien graves.


En el primer año citado, los modernistas Oswald y Mario de Andrade desarrollaron la teoría de la antropofagia, a través de una serie de manifiestos, ensayos, novelas y poemas, donde practicaban una apropiación irónica y radical de los paradigmas literarios europeos.


Para Emir Rodríguez Monegal, “la obra de Huidobro, de Vallejo y Neruda, de Paz en sus mejores momentos, contiene la semilla de una deconstrucción de los grandes modelos líricos”, pero es en la escritura de Jorge Luis Borges donde las modalidades de la parodia y la desacralización serían ejercidas con plena conciencia: “Lejos de ser un europeísta que repite fórmulas consagradas en la metrópoli, Borges es el bárbaro que ‘antropofagiza’ la cultura occidental. Sus lecturas de Dante o Cervantes construyen homenajes irrisorios, a través de los cuales lo que se exalta es precisamente lo contrario de lo que la crítica académica lee en aquellos clásicos. Es su irreverencia, su monstruosidad, lo que los textos de Borges ponen a la vista”.


En la segunda fecha señalada, el crítico Mijaíl Bajtin publicó un estudio sobre Dostoievski donde derivaba la novela de los “géneros paródicos y carnavalescos”, algo en lo que insistió en un segundo ensayo, dedicado a Rabelais y prohibido por la censura soviética hasta 1963, en el que ampliaba esta teoría, contraria a lo hasta entonces aceptado por la academia y que rescataba géneros literarios marginales.


Dentro de los ejemplos de “carnavalización” literaria, con su inversión de valores y sátira desacralizadora de modelos convencionales, se suele citar la poesía burlesca de François Villon, la picaresca española del Siglo de Oro y el Quijote, monumental parodia de las novelas de caballería.


Más cerca en el tiempo y el espacio, a los casos mencionados por Rodríguez Monegal se puede agregar el barroquismo de Lezama Lima y, aún más recientemente, ciertas obras de Roberto Bolaño (La literatura nazi en América), que parecen adscribirse a operaciones satíricas similares, mostrando la fertilidad de ese camino emprendido por las letras latinoamericanas.


En Días bien graves, Carlao Delgado emplea una navaja suiza repleta de diversas herramientas narrativas o estilísticas, desde el relato policial negro hasta el cuento más clásico del mismo ámbito, convenientemente parodizado. Aquí hay asesinos que matan con el sable de Simón Bolívar, ancianos que “saltan como niños horribles y crueles” y una disección de la corrupción judicial y policial, que no dejan más que caminos alternativos para la justicia, como el sicariato, el linchamiento y el arrojo kamikaze de los antihéroes.


Lo que estaba viviendo

La segunda pieza de este libro, Lo que estaba viviendo, es un texto notable, que no podría soslayarse en una antología del cuento policial boliviano. Aquí precisamente es donde Delgado carnavaliza el esquema clásico del detective cerebral, encarnado por un monsieur Fournier que pasea sus ínfulas deductoras en el altiplano, por una realidad que se mostrará refractaria a sus rutinas de interpretación antropológica de los crímenes.

 

Pero escuchemos un poco la voz de Delgado. Alerta de spoiler:


“—Seguramente en tu poca instruida visión del mundo no lo sepas, pero me introduje en las catacumbas de París para seguir el rastro de un replicador de homicidios del renacimiento. Pasé dos meses viviendo en las selvas de Borneo junto a la tribu de Esiopo para ser el primero en traer una descripción sobre el verdadero alcance de sus costumbres autófagas. Y sobra decir que fui el único que dio la pista certera que permitió encontrar al degollador de Castellfollit de la Roca. No soy un mero teórico. Yo resuelvo delitos que nadie más puede resolver. Soy una autoridad internacional en la mente criminal”.

“—La inspección externa permite concluir que son una comunidad aún en estado salvaje. La manera en que se empeñan por permanecer alejados de la civilización es preocupante. Pero lo es más la falta de intención de las autoridades locales por imponer la ley. Anarquía barbárica, si me lo preguntas Gabriel”.


Una mujer por la que pasó un hombre

La ferocidad es la nota distintiva de Una mujer por la que pasó un hombre, el cuento que abre la descarga de artillería de Días bien graves. Aquí Delgado echa mano a las maquinarias narrativas diseñadas por Hammett y Chandler. Pero en un país con una justicia poluida por la corrupción, el típico investigador privado que entrega al criminal a la policía habría sido perfectamente irrelevante. Así que el detective dipsómano y de borsalino ha sido sustituido por una sicaria, prolífica en ejecuciones extrajudiciales.


Como lector, me he divertido imaginando este “realismo sucio” salpicado por las abundancias hematológicas de una película de Tarantino: 


“Recién al sentir las miradas de terror recordó que estaba bañada en sangre. Siguió caminando. El tumulto se abría ante ella para cederle paso. En la puerta del ascensor un hombre grande de hombros gruesos y corte militar se le plantó en frente. Ella lo miró a los ojos. No hizo nada más. El hombre dio dos pasos atrás y corrió a su departamento.

Al salir a la calle la recibió el mismo rumor de autos y de gente. Tendría que irse caminando. No tenía intención de subirse a un auto o de limpiar el baño de sangre en el que estaba convertida. Esperaba no cruzarse con nadie en el camino porque tampoco quería dar explicaciones”.


Solo los ángeles tienen alas

Retrato minucioso y terrible de la corrupción policial, Solo los ángeles tienen alas discurre con agilidad cinematográfica, mostrando a la peor de las villanías envuelta en terciopelo y construyendo un sórdido laberinto, cuya única salida es la inmolación justiciera:


“—Mi querido Lázaro.

—Mi coronel. Yo quería traerle su auto. No sabía. Por favor perdóneme, mi coronel. Yo no sabía.

—Mi dulce Lázaro. Levántate.

Era educado. Su voz no era dura o impositiva. No se ahogaba en las flemas del tabaco o parecía estar impregnada del sopor del alcohol de la noche anterior. Era clara y bien pronunciada. Le hacía sentir que, aún en esa ciudad tan dura, rodeado de policías corruptos, políticos mentirosos, topos y asesinos, es decir el mundo en el que creció, estaba hablando con uno de los últimos habitantes cuerdos. Alguien que lo escucharía. Que podría comprender. Se quedó quieto, inseguro de si era una broma. Ningún policía lo había tratado bien. Luego las manos que lo sujetaban por las mejillas lo levantaron hasta que estuvo de pie. Volteó despacio, siempre guiado por esas manos enormes y duras como lija. El coronel era muy alto y muy ancho. Sus hombros rígidos y rectos permanecían quietos mientras sus brazos se movían envueltos en el traje verde olivo”.

“—Una cosa más.

No era nada horrible. Solo iba a añadir algo adicional a su conversación. Pero el tono lo conocía demasiado bien. Era el tono que tenían algunos hombres y ante el cual todas las otras voces se callaban. Y Lázaro lo hizo. Conocía el tono de las personas importantes. Las que tenían que hablar mientras él callaba. Así creció. Aprendiendo a guardar silencio para salvar su vida.

—Si tienes algún problema, hablá con cualquier agente. Sabes que la policía estará ahí siempre a tu lado”.


Estoy bien nomás

En el Gran Cholet del Infierno, don Rubén escolta a los invitados por los salones donde se intersectan los submundos gangsteriles y los palacios bizarros de la nueva burguesía aymara. Como en el cuento anterior, la resolución favorable a la víctima requerirá la (auto)destrucción del protagonista:


“La música ahogaba las conversaciones y los gritos de los pasantes. En el cholet La Amatista, las paredes, las alfombras y los manteles eran de color morado, brillante por la luz blanca de los candelabros. Las enormes y gruesas columnas con decorados andinos se retorcían hacia el techo, como árboles púrpura llenos de luciérnagas. El enorme ventanal del fondo adquiría tonos verduzcos al combinar la luz de su lujoso interior con las de los cientos de negocios que había en la calle y que dependían del cholet para seguir siendo una zona comercial”.


“La vio escapar a toda máquina hacia la salida, con una velocidad que no habría alcanzado si hubiera seguido junto a él. No sintió el puñal entrar en su estómago. Solo el dolor cuando el hombre que los estuvo esperando todo ese tiempo retorció su mano gruesa en la masa suave que era su vientre expuesto. Puso su mano arrugada y seca encima. Lo que lo impresionó más de tocar sangre por primera vez era lo caliente que estaba. Cuando el hombre quiso retirar el puñal, don Rubén cerró los dedos sobre la mano, lo suficiente para atrapar al matón fuera de guardia. Nunca había sido su intención sacarla, sino retenerlo el tiempo suficiente. La chica ya había cruzado por la puerta del depósito”.


Tavera y el caso del toreador


Un sable “auténtico” del Libertador es el arma que el asesino reserva para sus víctimas más selectas, especie de objeto numinoso que cuida con premura obsesivo-compulsiva y que acaba siendo su perdición:     

“—Por favor, no me dispare.

—No lo haré, señorita. Por favor, no se asuste.

Su voz era profunda, agradable y educada. Guardó la enorme pistola en su chaqueta de cuero. Luego levantó el bastón negro y, como un mago, del interior del bastón sacó una enorme y larga vara de metal brillante. Era una espada.

—A usted le guardé el más grande honor.

El piloto usó la mano derecha para sujetar a la joven por el hombro, mientras que con la otra empujó con fuerza el arma hasta atravesarle el pecho. La espada salió por la espalda desnuda de la joven. Los ojos inocentes se volvieron blancos de repente, y de su boca corrieron dos hilos rojos. El piloto sacó la espada del cuerpo sin vida de la joven y dejó caer el cadáver, que se volvió una fuente de sangre oscura que inundó el piso lleno de roña. Miró al Ronnie y al coro de chicas que lo observaban desde la puerta”.


No digo más, lector. Ahora te toca adentrarte solo por los callejones oscuros de Días bien graves, donde Carlao Delgado te espiará, irónico, desde los pliegues donde vive la astucia del texto.

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